Sunday, November 29, 2020

Un Lamento por Su Venida

 Homilía: 1º Domingo del Adviento – Ciclo B

Mis queridos hermanos y hermanas, hemos entrado en esta temporada santa de Adviento: una temporada que a menudo podemos pasar por alto en nuestra exuberancia por la próxima celebración de la Navidad. Este año, imagino, el Adviento se sentirá diferente para nosotros, ya que la amenaza de la pandemia se cierne sobre nuestras cabezas y nos hace cuestionar qué tipo de celebración podremos tener cuando llegue la Navidad. Según la providencia de Dios, creo que las lecturas de hoy nos dan una buena idea de cómo comenzar este tiempo de preparación familiar en medio de una situación única en nuestras vidas.

La lectura del libro de Isaías es lo que se conoce como "lamentación". Estos son los tipos de oraciones que se hacen cuando las cosas han salido mal para un individuo o para un pueblo. Una lamentación es una oración hecha desde un lugar de dolor y sufrimiento que clama a Dios para preguntar: "¿Hasta cuándo, Señor, nos dejarás sufrir?" En la lectura del libro de Isaías, escuchamos al profeta lamentarse de que Dios había permitido que los israelitas se apartaran de sus caminos y así los llevaran al exilio. Grita desde este lugar de dolor y sufrimiento y le ruega a Dios que venga y los rescate de él.

Hermanos y hermanas, si alguna vez ha habido un año en la historia reciente en el que, colectivamente, podríamos lanzar un grito de lamento, ¡es este! La amenaza de la pandemia para nuestra salud, así como para nuestro bienestar social, espiritual y económico, la pérdida del padre Christopher, el clima político volátil ... todas estas son razones por las que cada uno de nosotros tiene que volverse hacia Dios y clamar, "¿Hasta cuándo, Señor, nos dejarás sufrir?" Y esto deberíamos hacer. Porque volverse al Señor en este tiempo de lamentación es tanto un acto profundo de fe como una forma de prepararse para la celebración de su venida.

Isaías reconoció que la gente estaba perdida en el exilio y, en su mayoría, no estaba preparada para encontrarse con Dios. Sin embargo, con fe llamó a Dios para que viniera y los salvara, de la misma manera que un niño descarriado llama a sus padres para que lo rescaten cuando se encuentra perdido y en problemas. Reconociendo que nosotros también estamos perdidos en el exilio en este mundo y, en general, no estamos preparados para encontrarnos con Dios, debemos clamar a Dios para que venga y nos salve. Esta temporada de Adviento es un buen momento para hacer esto. Y así como Isaías gritó y luego esperó con expectación esperanzada, así también nosotros “esperamos y velamos” con expectación esperanzada durante este tiempo santo: sabiendo, por supuesto, que Dios ya ha venido y nos ha salvado en su Hijo, Jesucristo, y que Jesús regresará de nuevo para recibir a sus fieles en la gloria del cielo.

Hermanos y hermanas, esto es lo que me da esperanza al entrar en esta temporada santa. Si me aferro a la promesa del regreso de Jesús, suplicando que venga pronto, incluso mientras me ocupo de la obra a la que he sido llamado, sé que, en un momento inesperado, vendrá, mírame con misericordia y luego llévame a su descanso eterno. El Adviento es tiempo de alimentar y fortalecer mi esperanza: es decir, de clamar a Dios en medio de mis dificultades y esperar su venida triunfante que me salve de ellas. Insto a cada uno de nosotros a que usemos este tiempo para hacer lo mismo.

Por lo tanto, dejemos que nuestro lamento suba al Señor en las próximas semanas y luego velemos por su venida con esperanza. Esto nos dará fuerzas para soportar estos tiempos inciertos y nos mantendrá alerta para que estemos listos cuando él venga. Nuestra Santísima Madre María es nuestro ejemplo y ayuda. Acudamos a ella, especialmente a través del rosario, y ella hará suyas nuestras oraciones: guiándonos en la fe y preparándonos para ver la gloria plena de su Hijo cuando regrese, la gloria a la que nos acercamos en el misterio aquí en este altar.

Dado en la parroquia de San Pablo: Marion, IN – 28 de noviembre, 2020

A Lament for His Coming

 Homily: 1st Sunday of Advent – Cycle B

          My dear brothers and sisters, we have entered into this holy season of Advent: a season that we can often overlook in our exuberance for the upcoming celebration of Christmas.  This year, I imagine, Advent will feel different for us, as the threat of the pandemic hovers over our heads and makes us question what kind of a celebration we will be able to have when Christmas comes.  As God’s providence would have it, I think that today’s readings give us a good sense of how to begin this familiar time of preparation in the midst of what is a very unique situation in our lives.

          The reading from the book of Isaiah is what is known as a “lamentation”.  These are the types of prayers made when things have gone wrong for an individual or for a people.  A lamentation is a prayer made out of a place of pain and suffering that cries out to God to ask, “How long, O Lord, will you leave us to suffer?”  In the reading from the book of Isaiah, we heard the prophet lament that God had permitted the Israelites to wander from his ways and so be taken into exile.  He cries out from this place of pain and suffering and begs God to come and rescue them from it.

          Friends, if there has ever been a year in recent history in which, collectively, we could raise a cry of lament, it is this one!  The threat of the pandemic to our health as well as to our social, spiritual, and economic well-being, the loss of Father Christopher, the volatile political climate… these are all reasons that each of us has to turn to God and cry out, “How long, O Lord, will you leave us to suffer?”  And this we should do.  Because turning to the Lord in this time of lamentation is both a deep act of faith as well as a way to prepare for the celebration of his coming.

          Isaiah recognized that the people were both lost in exile and mostly unprepared to meet God.  Nevertheless, in faith he called to God to come and save them, much the way a wayward child calls his parents to come and rescue him when he finds himself lost and in trouble.  Recognizing that we, too, are lost in exile in this world and mostly unprepared to meet God, we must call out to God to come and save us.  This Advent season is a great time to do this.  And just as Isaiah called out and then waited with hopeful expectation, so too do we “wait and watch” with hopeful expectation throughout this holy season: knowing, of course, that God has already come and saved us in his Son, Jesus Christ, and that Jesus will return again soon to welcome his faithful ones into the glory of heaven.

          Friends, this is what gives me hope as we enter into this holy season.  If I hold on to the promise of Jesus’ return, begging for it to come soon, even while I busy myself with the work to which I have been called, I know that, at a time I do not expect, he will come, look on me with mercy, and then lead me into his eternal rest.  Advent is the time to nourish and strengthen my hope: that is, to cry out to God in the midst of my difficulties and to look for his triumphant coming that will save me from them.  I urge each one of us to use this time to do the same.

          Let us, therefore, allow our lament rise to the Lord in these coming weeks and then watch with hopeful expectation for his coming.  This will give us strength to endure these uncertain times and will keep us vigilant so that we will be ready when he comes.  Our Blessed Mother Mary is both our example and help.  Let us turn to her, especially through the rosary, and she will make our prayers her own: leading us in faith and preparing us to see the full glory of her Son when he returns, the glory that we approach in mystery here at this altar.

Given at Saint Paul Parish: Marion, IN – November 28th, 2020

Sunday, November 22, 2020

¡Viva Cristo Rey!

 Homilía: Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

"¡Viva Cristo Rey!" Este fue el grito de guerra de la rebelión cristera, que luchó por restaurar la libertad religiosa en México en la década de 1920. Después de la revolución de 1910, México promulgó una constitución que imponía limitaciones estrictas a la Iglesia y sus sacerdotes. Al principio, estas limitaciones no se aplicaron enérgicamente. Sin embargo, bajo el mandato del presidente mexicano Plutarco Elías Calles, se implementó una estricta aplicación de estas limitaciones, a menudo utilizando la violencia como medio para hacerlas cumplir.

En respuesta, los obispos de México suspendieron todo el culto público, con la esperanza de que despertara los corazones del pueblo mexicano para responder a las acciones injustas de su gobierno federal. Esto, junto con la creciente violencia contra los católicos, condujo al levantamiento que se conoció como La Cristiada. Esta rebelión luchó contra las fuerzas del gobierno para proteger a los fieles de su violencia y restaurar la justicia por restaurar la libertad de religión en su país.

El Beato Miguel Agustín Pro fue un joven sacerdote jesuita que fue asesinado durante esta persecución a la Iglesia bajo el presidente Calles. En 1911, cuando Miguel tenía 20 años, fue expulsado de México por haber ingresado al noviciado jesuita. Completó su formación en Bélgica y fue ordenado sacerdote en 1925. Sin embargo, padecía una grave dolencia de estómago.  Por eso, no pudiera ir en misión a otros países para los jesuitas.  Al final, sus superiores le permitieron regresar a su tierra natal, a pesar de las persecuciones.

A ese tiempo, las iglesias estaban cerradas y los sacerdotes estaban escondidos. Por lo tanto, el padre Pro pasó el resto de su vida en un ministerio secreto para los católicos mexicanos. Además de satisfacer sus necesidades espirituales, también realizó obras de misericordia al ayudar a los pobres de la Ciudad de México con sus necesidades temporales. Adoptó muchos disfraces para llevar a cabo su ministerio secreto. En todo lo que hizo, permaneció lleno del gozo de servir a Cristo y obediente a sus superiores.

En 1927, el padre Pro fue acusado falsamente de haber participado en un atentado con bomba contra el presidente electo y se convirtió en un hombre buscado. Fue traicionado ante la policía y condenado a muerte sin el beneficio de ningún proceso legal. El día de su muerte, 23 de noviembre de 1927, el padre Pro perdonó a sus verdugos, oró, rechazó valientemente la venda de los ojos y murió con los brazos extendidos proclamando "¡Viva Cristo Rey!" ///

Hermanos y hermanas, las persecuciones siempre tienen el efecto de polarizar a las personas. Las persecuciones violentas a menudo revelarán la profundidad de la fe de una persona, porque obligan a la persona a elegir un bando. Por lo tanto, nadie se queda al margen. Esto es cierto para la persecución en México durante el último siglo y para todas las demás persecuciones religiosas que han ocurrido a lo largo de la historia.

Sin embargo, hay otras persecuciones más sutiles que no polarizan a la gente de manera tan absoluta. Estos, en cierto modo, son igualmente siniestros, porque en lugar de tratar de matar al creyente con un golpe de espada, este tipo de persecución desangra lentamente a una persona hasta la muerte haciendo miles de pequeños cortes. Ni uno solo es suficiente para obligar a la persona a tomar una posición y por lo tanto él o ella se ve obligada a someterse a menudo sin darse cuenta de que lo que estaba ocurriendo.

Este tipo de persecución no afecta a la persona de convicción, sin embargo. Al primer corte pequeño, estos hombres y mujeres responden de inmediato. La persona a la que más afecta este tipo de persecución, más bien, es la persona tibia: es decir, la persona que no está profundamente convencida por sus creencias y, por lo tanto, está congelada por el miedo a elegir el lado equivocado, o indiferente porque de la apatía. Es este grupo tibiol que Jesús está apuntando con su parábola hoy.

La imagen que Jesús nos da es apocalíptica: es el fin de los tiempos y Jesús ha venido a sentarse en su trono para juzgar, es decir, para polarizar a todos los pueblos. Los separa en dos grupos: un grupo a su derecha, el otro a su izquierda. El grupo de su derecha está compuesto por quienes vivieron lo que proclamaron: es decir, que Cristo es Rey y que servirle es atender las necesidades de su pueblo. Sin embargo, tenga en cuenta que el grupo de la izquierda no está formado de perseguidores. Más bien está hecho de los tibios: aquellos que, tal vez, proclamaron a Cristo como Rey, pero que no vivieron lo que proclamaron, eligiendo más bien disfrutar de sus vidas cómodas en lugar de atender las necesidades del pueblo de su Rey.

El Beato Miguel Pro vivió como si lo que decía fuera cierto. Proclamó a Cristo como Rey y entregó su vida al servicio de su Rey: primero haciéndose sacerdote, luego sirviendo las necesidades del pueblo de su Rey por servir las necesidades de los pobres, y finalmente entregando su vida en resistencia a las fuerzas que estaban tratando de convencer a la gente de que Cristo no era Rey. A él, y a hombres y mujeres como él, Jesús le da el nombre de "oveja".

¿Cuántos de nosotros, sin embargo, vivimos como el grupo de la izquierda de Jesús: llamándonos "cristianos católicos", pero luego resistiéndonos al servicio que demuestra nuestras convicciones; prefiriendo en cambio nuestras vidas cómodas? Si hemos venido aquí hoy para proclamar que Jesucristo es Nuestro Señor y Rey del Universo, pero luego regresamos a casa y vivimos como si eso no exigiera ciertas cosas de nosotros, específicamente, el servicio a las necesidades del pueblo de nuestro Rey, entonces Jesús también tiene un nombre para nosotros: “cabritos”.

Como sabemos en otras partes de los Evangelios, Jesús no ama a los hipócritas. Fíjense, él casi nunca condena a los perseguidores y pecadores públicos; más bien, condena a los hipócritas: es decir, a los que profesan fe en Dios, pero luego no viven de acuerdo con esa fe. Por eso, hermanos míos, debemos ser sinceros. Si llamamos a Cristo Rey del Universo, entonces debemos vivir esa convicción: proclamando su nombre, a pesar de las dificultades que nos puedan causar, y viviendo desapegados de las cosas materiales al servicio de quienes sufren por falta de ellas. Si lo hacemos, Nuestro Rey nos dará la bienvenida a la vida eterna. Si no lo hacemos, nos dejará sufrir el castigo eterno.

Mis hermanos y hermanas, la sangre del Beato Miguel Agustín Pro y miles más fue derramada para proclamar la verdad de que Jesucristo es el Rey del Universo. Si nuestro corazón está convencido de lo mismo, vivamos como ellos vivieron, para que su sangre no haya sido derramada en vano y para acelerar la venida de nuestro Rey y la vida bendita que nos ha prometido. Por tanto, hagamos nuestro el grito de los mártires mexicanos y proclamemos con nuestras palabras y nuestras acciones, ¡Viva Cristo Rey!

Dado en la parroquia de San Pablo: Marion, IN – 21 de noviembre, 2020

Long Live Christ the King!

 Homily: Christ the King – Cycle A

          “Long live Christ the King!”  This was the rally cry of the Cristero rebellion, which fought to restore religious freedom to Mexico in the 1920s.  After the revolution of 1910, Mexico enacted a constitution that placed strict limitations on the Church and its clergy.  At first, these limitations were not strongly enforced.  Under Mexican President Plutarco Elias Calles, however, a strict enforcement of these limitations was put in place, often using violence as the means for enforcement.

          In response the Bishops of Mexico suspended all public worship, in the hope that it would rouse the hearts of the Mexican people to respond to the unjust actions of their federal government.  This, coupled with the increasing violence against Catholics, led to the uprising that became known as La Cristiada.  This rebellion fought against the government forces in order to protect the faithful from their violence and to restore justice by restoring freedom of religion to their country.

          Blessed Miguel Agustin Pro was a young Jesuit priest who was killed during this persecution of the Church under President Calles.  In 1911, when Miguel was 20 years old, he was expelled from Mexico because he had entered the Jesuit novitiate.  He completed his formation and was ordained a priest in 1925.  He had a severe stomach ailment, however, and, after several operations were unsuccessful in resolving it, his superiors allowed him to return to his home land, in spite of the persecutions.

          By that time, the churches were closed and priests were in hiding. Thus, Father Pro spent the rest of his life in a secret ministry to the sturdy Mexican Catholics. In addition to fulfilling their spiritual needs, he also carried out works of mercy by assisting the poor of Mexico City with their temporal needs. He adopted many disguises to carry out his secret ministry. In all that he did, he remained filled with the joy of serving Christ and obedient to his superiors.

          In 1927, Father Pro was falsely accused of having participated in a bombing attempt on the President-elect and became a wanted man.  He was betrayed to the police and sentenced to death without the benefit of any legal process.  On the day of his death, November 23, 1927, Father Pro forgave his executioners, prayed, bravely refused the blindfold, and died with arms outstretched proclaiming "Long Live Christ the King!", in Spanish, Viva Cristo Rey!

          Persecutions always have the effect of polarizing people.  Violent persecutions will often reveal the depth of a person’s faith, because they force a person to choose a side.  Thus, no one stands on the sidelines.  This is true of the persecution in Mexico during the last century and for every other religious persecution that has happened throughout history.

          There are other, more subtle persecutions, however, that don’t polarize people so absolutely.  These, in a way, are just as sinister, because instead of trying to kill the believer with one thrust of the sword, this type of persecution slowly bleeds a person to death by making thousands of little cuts.  No single one is enough to force the person to take a stand and so he or she is forced into submission often without realizing that it was happening.

          This type of persecution doesn’t affect the person of conviction, however.  At the first little cut, these men and women immediately respond.  The person that this type of persecution affects the most, rather, is the lukewarm person: that is, the person who is not deeply convicted by his or her beliefs and so is either: frozen by fear of choosing the wrong side, or unmoved because of apathy (which, in fact, is a tacit approval of the persecutors).  It is this lukewarm group that Jesus is targeting with his parable today.

          The image that Jesus gives us is an apocalyptic one: It is the end of time and Jesus has come to sit on his throne so as to judge, that is, to polarize, all peoples.  He separates them into two groups: one group on his right, the other on his left.  The group on his right is composed of those who lived what they proclaimed: that is, that Christ is King and that to serve him is to serve the needs of his people.  Notice, however, that the group on the left isn’t made up of persecutors.  Rather it is made of the lukewarm: those who, perhaps, proclaimed Christ as King, but who did not live what they proclaimed, choosing rather to enjoy their comfortable lives instead of serving the needs of their King’s people.

          Blessed Miguel Pro lived as if what he said was true.  He proclaimed Christ as King and gave his life in service to his King: first by becoming a priest, then by serving the needs of his King’s people by serving the needs of the poor, and finally by giving up his life in resistance to the forces that were trying to convince the people that Christ wasn’t King.  To him, and to men and women like him, Jesus gives the name “sheep”.

          How many of us, however, live like the group on Jesus’ left: calling ourselves “Catholic Christians”, but then resisting the service that demonstrates our convictions; preferring instead our comfortable lives?  If we have come here today to proclaim that Jesus Christ is Our Lord and King of the Universe, but then return home and live as if that doesn’t demand certain things from us—specifically, service to the needs of our King’s people—then Jesus has a name for us, too: “goats”.

          As we know from elsewhere in the Gospels, Jesus has no love for hypocrites.  Notice, he almost never condemns persecutors and public sinners; rather, he condemns the hypocrites: that is, those who profess faith in God, but then fail to live in accord with that faith.  Therefore, my brothers and sisters, we must be sincere.  If we call Christ King of the Universe, then we must live that conviction: by proclaiming his name, in spite of whatever hardships that may cause us, and by living detached from material things in service to those who suffer because they lack them.  If we do, Our King will welcome us to eternal life.  If we don’t, he will leave us to suffer eternal punishment.

          My brothers and sisters, the blood of Blessed Miguel Agustin Pro and thousands of others was shed to proclaim the truth that Jesus Christ is King of the Universe.  If our hearts are convinced of the same, let us live as they lived, so that their blood may not have been shed in vain and so as to hasten the coming of our King and the blessed life that he has promised us.  Therefore, let us make our own the cry of the Mexican martyrs and proclaim by our words and our actions, Viva Cristo Rey!  Long live Christ the King!

Given at All Saints Parish: Logansport, IN – November 22nd & 23rd, 2014

Sunday, November 15, 2020

Listo para tener la grandeza? ¡Ponte a trabajar!

 Homilía: 33º Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A

Hermanos y hermanas, esta semana les voy a pedir que recuerden dos semanas atrás de la Solemnidad de Todos los Santos, cuando les recordé que la llamada a ser santa es nada menos que la llamada a la grandeza. Reflexioné sobre cómo, como adultos, hemos cambiado nuestro pensamiento de "¿qué quiero ser?" a "¿qué voy a hacer?" Nos desafié a cambiar nuestra forma de pensar. Nos desafié a hacer estas preguntas de manera diferente: primero preguntando "¿Qué estoy llamado a ser?" y luego preguntar "¿Cómo estoy llamado a serlo?" La respuesta a la primera pregunta es la misma para todos: “Estoy llamado a ser santo”. La respuesta a la segunda pregunta es específica de cada persona: “Estoy llamado a ser santo viviendo la vocación que Dios me ha dado”. Vale la pena repetir las razones de esto.

Esta vida y cómo la vivimos no se trata simplemente de sobrevivir: es decir, de mantenerse con vida y, si es posible, de encontrar una cantidad razonable de felicidad. Más bien, se trata de ser grande: es decir, de ir más allá de lo mínimo a pesar de las dificultades porque Dios nos ha llamado a ello y nos ha dado todas las gracias que necesitamos para lograrlo. Sin embargo, con demasiada frecuencia, miramos el mundo a través de ojos puramente humanos y vemos que para lograr algo bueno tenemos que trabajar duro y sufrir mucho. Para alcanzar la grandeza, debemos trabajar aún más y sufrir aún más. Por lo tanto, elegimos menos, simplemente lo bueno, sacrificando la oportunidad de una gran felicidad para evitar el trabajo duro y el sufrimiento.

Para los cristianos, sin embargo, esto no tiene qué ser así; y por las razones que he mencionado. Hemos llegado a conocer a Dios y sabemos no solo que él nos ha llamado a la grandeza (es decir, a ser santos), sino que nos ha dado todas las gracias para lograrlo. Por tanto, si optamos por mirar al mundo con ojos espirituales, reconocemos los dones que Dios nos ha dado y con confianza los usamos para alcanzar la grandeza a la que hemos sido llamados, a pesar del arduo trabajo y sufrimiento que tendremos que soportar.

Esta es la lección que Jesús nos da en la parábola del Evangelio de hoy y también el testimonio que nos da la "mujer hacendosa" que nos describe en la primera lectura. El dinero que se le da a cada siervo para que “negocie” mientras el hombre estaba fuera es una señal de la gracia que Dios nos da a cada uno de nosotros, la cual debemos usar para hacer crecer su reino hasta que regrese. Estamos llamados a ser trabajadores con esta gracia, aprovechando estos dones para que el reino de Dios crezca. Al hacerlo, crecemos en santidad y nos preparamos para heredar la recompensa por nuestra fidelidad.

La "mujer hacendosa" es alguien que ha hecho lo mismo. Reconoce su vocación—de ser esposa, madre y administradora de un hogar—y se aplica a ella, utilizando toda su industria para apoyar a su esposo, familia e incluso a los pobres de su comunidad. Reconoció su llamado a la grandeza y usó el llamado que recibió de Dios de ser esposa y madre como medio para lograrlo. Ella “teme al Señor” y por eso recibió la gracia que bendijo todos sus esfuerzos y la llevó a alcanzar la grandeza a la que fue llamada.

Hermanos y hermanas, la fe es el “dinero” que el maestro nos ha dado con el que vamos a negociar hasta que regrese. Como nos muestra la parábola del Evangelio, no podemos esconder este don por miedo a perderlo. Más bien, debemos negociar con él, porque su valor casi asegura que habrá una ganancia. Si nos negamos a aplicar nuestra industria para que este don sea fructífero para Dios y para los demás, seremos responsables de nuestra negligencia. Sin embargo, si le aplicamos nuestra industria, el reino de Dios crecerá y obtendremos nuestra recompensa. Esto es tanto un signo de nuestra gratitud por haber recibido el regalo como una prueba de nuestra confianza en la bondad inherente de Dios hacia nosotros.

Permítame enfatizar este último punto. Mientras que la parábola describe a un "hombre" y sus "siervos", la relación entre Dios y nosotros es mucho más parecida a la de un "padre" y su "hijo". A veces, un hombre puede ser frío con sus sirvientes, exigiendo ganancias sin piedad por las fallas del sirviente. Un padre, sin embargo, está más dispuesto a ver no solo los resultados del trabajo (incluso si hay fallas), sino también el esfuerzo que se pone en él. Un padre quiere que su hijo tenga éxito y solo lo castigará para ayudarlo a mejorar hacia el éxito futuro. El hombre exigente puede despedir al siervo. El padre amoroso acercará a su hijo para ayudarlo a lograr el éxito.

Dios, nuestro Padre, quiere vernos convertirnos en santos: es decir, ser exitoso, ser creativos y fecundos con la fe que nos ha confiado. Sólo cuando nos negamos a tratar de ser fructíferos nos veremos castigados. ¡Luchemos, entonces, por la grandeza! Nuestro Señor está con nosotros y desea que lo logremos. Para ello, debemos permanecer “despiertos y sobrios” (como nos recuerda San Pablo en la segunda lectura). Esto significa que debemos ver el mundo a través de ojos espirituales, no puramente humanos. Nuestros ojos espirituales permanecerán fijos en la luz de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte y, por lo tanto, verán más allá de las tinieblas de este mundo a la brillante gloria del nuevo mundo venidero cuando Cristo regrese.

¡Esto no es fácil! Por lo tanto, debemos orar diariamente por la fe para confiar en Dios incluso cuando la oscuridad nos rodea. Debemos temer al Señor, no al mundo; porque Dios es Señor sobre el mundo y sobre todos los poderes de las tinieblas que lo gobiernan. Debemos estar cerca de los sacramentos de la Eucaristía y la Reconciliación, porque son fuentes de gracia que nos brindan una fuerza continua. Con ellos encontraremos el valor para poner nuestra fe en acción y, así, hacer crecer el reino de Dios entre nosotros.

María, nuestra Santísima Madre, es el ejemplo perfecto de quien vio el mundo con ojos espirituales. Cuando el ángel Gabriel anunció que daría a luz al Hijo de Dios, ella no permitió que las preocupaciones sobre las dificultades mundanas que ocurrirían le impidieran decir “sí” a Dios. Y cuando esas dificultades se manifestaron (especialmente en la pasión de Jesús), ella no se desesperó, sino que confió en la promesa de victoria de Dios. Miremos a ella en busca de inspiración e imploremos su intercesión para que seamos fieles como ella fue fiel y así "tomar parte en la alegría de nuestro Señor".

Dado en la parroquia de San Pablo: Marion, IN – 14 de noviembre, 2020

Ready to be great? Get to work!

Homily: 33rd Sunday in Ordinary Time – Cycle A

          Brothers and sisters, this week I am going to ask you remember back two weeks to the Solemnity of All Saints, when I reminded us that the call to become a saint is nothing less than the call to greatness.  I reflected on how, as adults, we have shifted our thinking from “what do I want to be?” to “what am I going to do?”  I challenged us to change our thinking.  I challenged us to ask these questions differently: first asking “what am I called to be?” and then asking “how am I called to be it?”  The answer to the first question is the same for all of us: “I am called to be a saint”.  The answer to the second question is specific to each person: “I am called to be a saint by living the vocation that God has given to me.”  The reasons for this are worth repeating.

          This life and how we live it is not simply about surviving: that is, about staying alive and, if possible, finding a reasonable amount of happiness.  Rather, it is about being great: that is, about going beyond the minimum in spite of difficulties because God has called us to it and has provided every grace we need to achieve it.  Too often, however, we look at the world through purely human eyes and we see that to achieve anything good we need to work hard and suffer much.  To achieve greatness, we need to work even harder and suffer even more.  Therefore, we choose less—the merely good—sacrificing the chance for great happiness in order to avoid some hard work and suffering.

          For Christians, though, this does not have to be; and for the reasons I’ve mentioned.  We have come to know God and we know not only that he has called us to greatness (that is, to be saints), but that he has given us every grace in order to achieve it.  Therefore, if we choose to look at the world with spiritual eyes, we recognize the gifts which have been given to us by God and with confidence we use those gifts to achieve the greatness to which we have been called, in spite of the hard work and suffering that we will have to endure.

          This is the lesson that Jesus gives us in the parable in today’s Gospel and also the witness given to us by the “worthy wife” described for us in the first reading.  The money given to each servant to “trade with” while the master was away is a sign of the grace that God gives to each of us which we are to use to grow his kingdom until he returns.  We are called to be industrious with this grace, making the most of these gifts so that the reign of God may grow.  As we do, we ourselves grow in holiness and make ourselves ready to inherit the reward for our faithfulness.

          The “worthy wife” is someone who has done the same.  She recognizes her calling—to be a wife, mother, and manager of a household—and she applies herself to it, using all of her industry to provide for her husband, family, and even for the poor of her community.  She recognized her call to greatness and used the calling that she received from God to be a wife and mother as the means to achieve it.  She “fears the Lord” and so received grace which blessed all of her endeavors and led her to achieve the greatness to which she was called.

          Brothers and sisters, faith is the “money” that we have been given by the master to trade with until he returns.  As the parable in the Gospel shows us, we cannot hide this gift, afraid that we might lose it.  Rather, we must trade with it, because its value almost assures that there will be a profit.  If we refuse to apply our industry to make this gift fruitful for God and for others, we will be held accountable for our neglect.  If we apply our industry to it, however, the kingdom of God will grow and we will secure our reward.  This is both a sign of our gratitude for having received the gift and evidence of our trust in God’s inherent goodness towards us.

          Please allow me to emphasize this last point.  While the parable describes a “master” and his “servants”, the relationship between God and us is much more like that of a “father” and his “child”.  A master can sometimes be cold to his servants, exacting a profit without mercy for any failures of the servant.  A father, however, is more ready to see not just the results of the work (including if there are failures), but also the effort put into it.  A father wants to see his child be successful and will only chastise him/her in order to help bring improvement towards future success.  The exacting master may dismiss the servant.  The loving father will draw his child closer to help him/her achieve success.

          God, our Father, wants to see us become saints: that is, to be successful, creative, and fruitful with the faith that he has entrusted to us.  It is only when we refuse to try to be fruitful that we will find ourselves chastised and punished.  Let us strive, then, for greatness!  Our Lord is with us and wishes to see us achieve it.  To do so, we must stay “sober and alert” (as Saint Paul reminds us in the second reading).  This means that we must view the world through spiritual eyes, not purely human ones.  Our spiritual eyes will remain fixed on the light of Christ’s victory over sin and death and, thus, see past the darkness of this world to the bright glory of the new world to come when Christ returns.

          This is not easy!  Therefore, we must pray daily for the faith to trust in God even when darkness surrounds us.  We must fear the Lord, not the world: for God is Lord over the world and over all of the powers of darkness that rule it.  We must stay close to the sacraments of Eucharist and Reconciliation, for these are founts of grace to provide us continual strength.  With these we will find the courage to put our faith into action and, thus, grow God’s kingdom among us.

          Mary, our Blessed Mother, is the perfect example of one who viewed the world with spiritual eyes.  When the angel Gabriel announced that she would give birth to the Son of God, she did not allow the concerns about the worldly difficulties that would occur keep her from saying “yes” to God.  And when those difficulties manifested themselves (most especially in Jesus’ passion), she did not despair, but rather trusted in God’s promise of victory.  Let us look to her for inspiration and implore her intercession that we may be faithful as she was faithful and thus “share our master’s joy”.

Given at St. Paul’s Parish: Marion, IN – November 14th, 2020

Given at St. Patrick Parish: Kokomo, IN – November 15th, 2020

(each in Spanish)

Sunday, November 8, 2020

Ready for the triumphant return of Christ

 Homily: 32nd Sunday in Ordinary Time – Cycle A

Brothers and sisters, as we approach the end of Ordinary Time and the beginning of Advent, we begin to receive messages about Jesus’ second coming.  We know that Jesus’ second coming will mark the “end of time” when there will be a final judgement of both the living and the dead and every human soul will either be welcomed into heaven or left to languish in hell.  Each year the Church reminds us of this as we approach the end of Ordinary Time in order to remind us to stay vigilant and watchful for Jesus’ coming.  It is as if she is saying, “Just as this liturgical year will come to an end, so will our lives and the world as we know it come to an end. Therefore, be prepared!”  Let’s take a closer look at these readings, therefore, to see how today we are being called to be prepared.

Although it may not be apparent from the reading, there is one important practice of ancient cultures that we will have to understand before we can make sense of these readings for us.  This practice is something called the “Parousia”.  “Parousia” is an ancient Greek word for the triumphant entrance of a king into the city in which he will ascend to his throne and rule over the land.  In ancient cultures, when it was announced that the king was approaching, the people would all rise up and go out to meet him along the way.  Then they would accompany the king as he enters the city, singing songs of honor and praise the whole way.  The city, of course, would be properly adorned to receive the king and all the people would put on their best garments to go out to meet him.

This is the image of Jesus entering Jerusalem on Palm Sunday.  His disciples in Jerusalem went out to meet him on the hillside outside of the city walls and then processed into Jerusalem with him, singing songs of honor and praise: “Hosana to the Son of David! Hosana in the highest!”  This was a Parousia: the coming of Jesus Christ the King into Jerusalem to ascend to his throne.

On the surface, it may not seem like it, but the reading from the letter to the Thessalonians describes the final Parousia of Jesus.  Let’s look at the reading again.  It says, “For the Lord himself, with a word of command, with the voice of an archangel and with the trumpet of God, will come down from heaven, and the dead in Christ will rise first. Then we who are alive, who are left, will be caught up together with them in the clouds to meet the Lord in the air.”  The sound of the trumpets and the voice of the archangel announce the coming of the King and he will begin his descent into the city.  Then those who are his faithful subjects—both those who have already died and those who are still alive—will go up to him in the clouds to meet him and accompany him in his procession into the city.

Now, what Saint Paul does not say, but rather leaves ambiguous, is what will happen at that point.  In the letter he simply says, “Thus we shall always be with the Lord.”  What many Scripture scholars believe is that this procession will return to earth, but it won’t be the same earth.  Rather it will be the earth renewed by the second coming, the image of which the Apostle John saw and which is recorded for us in the book of Revelation.  There it says:

Then I saw a new heaven and a new earth. The former heaven and the former earth had passed away, and the sea was no more.

I also saw the holy city, a new Jerusalem, coming down out of heaven from God, prepared as a bride adorned for her husband.

I heard a loud voice from the throne saying, “Behold, God’s dwelling is with the human race. He will dwell with them and they will be his people and God himself will always be with them [as their God].

He will wipe every tear from their eyes, and there shall be no more death or mourning, wailing or pain, [for] the old order has passed away.”

The one who sat on the throne said, “Behold, I make all things new.”

Putting these two readings together, we can see that what Saint Paul is describing is the Parousia of Jesus at the end of time.  He does this, as the reading says, to remind us of the hope that we have in Jesus: that even if we die before Jesus’ coming, we who have remained faithful to him will be raised up so as to enter “the new Jerusalem” with him.

Ah, how good it is that the reading from the book of Revelation points to how “the new Jerusalem” was “prepared as a bride adorned for her husband.”  This image points us to the parable Jesus uses in our Gospel reading and helps us to make more sense of its lesson.

In the culture of the ancient near east, weddings were celebrated differently than they are today.  Then, weddings were mostly arranged (though this doesn’t mean that they were cold, business affairs; rather, they were highly personal involving both the bride and groom’s whole families).  The bride was usually an adolescent who, once the arrangement was made, didn’t immediately leave to enter her to-be-husband’s house (although, being “betrothed”, she was considered to be wed to her husband already).  After some time and after all of the final preparations were made, the groom would then leave his house to go to the house of his bride to officially take her as his wife and bring her into his home.

On this day, the bride’s family would make special preparations to receive the groom and to celebrate the joyous occasion.  The bride would have attendants who were young, unmarried women (“virgins” in biblical speak).  These would stand outside the gates of the house to await the coming of the groom and then to accompany him (and his attendants) into the house singing songs of joy.  This was a “mini-Parousia”, of sorts: the coming of the groom being like the coming of a most highly-anticipated and honored guest.

Customarily, the groom would arrive in late afternoon or dusk and so the attendants would bring lamps to light the way into the house.  There was no way to know when the groom would arrive, however, so the young attendants would have to be prepared to wait.  The “wise” ones (other translations call them “farsighted”) would bring extra oil for their lamps to keep them burning if the wait was longer than expected.  The “foolish” ones (other translations call them “those who don’t take care”) wouldn’t.  As we see in the parable, when the “Parousia” happens, there’s no time to get more supplies.  One simply has to be ready.

In this parable, Jesus is giving his disciples an image of his second coming and he is warning them to prepare now so that they don’t find themselves on the wrong side of judgment when he comes.  Although this seems like threat, it is actually a loving warning.  Jesus wants all of his followers to enter with him into the eternal wedding feast!  Thus, he warns them and encourages them because he wants them to be eternally happy!  This is not a maleficent God who delights in our suffering, but a loving Father who wants every good thing for his children!  Let me just say this: If all you think of when you think of God is the threat of eternal suffering, then you don’t really know God and I encourage you to spend time considering this passage and all of the goodness that God wants us to receive.

Brothers and sisters, the second coming of Jesus, or our own going to the Lord, may come very unexpectedly.  Thus, we need to remain focused on living our lives as disciples of Jesus each day so that we do not get caught unprepared.  But there are so many things in this world to distract us, right?  The pandemic, the election, and the anxieties of our daily lives all fight to distract us from staying prepared for the day when Jesus comes.  I can only imagine how anxious our young people are about their future.  “Will I be able to finish school?  Will there be a job for me?  Will I be safe?”  I assure you, young people, we adults share these anxieties with you. 

How, then, do we remain prepared?  In other words, what are the keys to remaining focused on living our lives as disciples of Jesus each day?  My suggestion is to look to the time of Lent, in which we focus on the three pillars of the spiritual life: prayer, fasting, and giving alms.

In prayer, we stay connected to God, who is our hope.  This includes our daily prayer time and our communal prayer in the liturgy and the sacraments (DAILY PRAYER: HALLOW).  By fasting we remain detached from the things of this world and, thus, keep our eyes on the world to come.  We fast, first and foremost, from those things that cause us to sin: too much food (or certain types of food), too much drink, too much television or time with technology, gossiping, selfishness, and being judgmental.  We fast also from things that are good to increase our sense of detachment: things like, unnecessary purchases, eating out excessively, etc.

By giving alms, we remind ourselves that we do not wait for the second coming alone, but rather with all of our brothers and sisters around us.  Therefore, we strive to live in communion with them, as if they are close relatives or neighbors to us.  This means that, when we see one of our brothers or sisters in need, we respond to the movement in our hearts to help.  That may be through prayer, pleading to God and his angels to help them, or through providing more direct help with their material and spiritual needs by giving of our time and treasure.  In this way, we overcome selfishness and keep our minds and hearts prepared to go out to Jesus when he comes.  Can we do this?  Of course we can (with God’s help)!

Brothers and sisters, God’s help is readily available to us.  In fact, the first reading from the book of Wisdom shows us the truth of this as it describes how God’s wisdom (which is a metaphor for God’s grace) “is readily perceived by those who love her, and found by those who seek her.”  In other words, we don’t have to go looking for God’s grace, it is always right here, waiting for us to receive it.  It’s like the air we breathe: always around us if we just open our mouths and inhale.  By prayer, fasting, and giving alms we open our hearts to receive the grace of God that is always available to us.

Brothers and sisters, if we are focused on living our lives as disciples of Jesus each day, we will be prepared to enter the eternal wedding feast of heaven when Jesus comes.  Let us not be fearful of this coming, but rather be anxious to be prepared, trusting that our loving Lord will not leave us alone on the day of his coming.  This Eucharist that we celebrate is the assurance of his promise.  And so, let us show him that we trust in his promise by uniting our thanksgiving to his sacrifice that we will soon re-present on this altar, and by committing to live as his disciples, vigilant for his coming.

Given at Saint Joan of Arc Parish: Kokomo, IN – November 8th, 2020

 

Lostos para el regreso triunfal de Cristo

 Homilía: 32º Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo A

Hermanos y hermanas, a medida que nos acercamos al final del Tiempo Ordinario y al comienzo del Adviento, comenzamos a recibir mensajes sobre la segunda venida de Jesús. Sabemos que la segunda venida de Jesús marcará el “fin de los tiempos” cuando habrá un juicio final tanto de los vivos como de los muertos y cada alma humana será bienvenida en el cielo o dejada languidecer en el infierno. Cada año, la Iglesia nos recuerda esto a medida que nos acercamos al final del Tiempo Ordinario para recordarnos que debemos permanecer vigilantes y atentos a la venida de Jesús. Es como si estuviera diciendo: “Así como este año litúrgico llegará a su fin, también nuestras vidas y el mundo tal como lo conocemos llegará a su fin. Por lo tanto, ¡prepárate!" Por lo tanto, echemos un vistazo más de cerca a estas lecturas, para ver cómo hoy estamos llamados a estar preparados.

Aunque puede que no sea evidente a partir de la lectura, hay una práctica importante de las culturas antiguas que tendremos que entender antes de que podamos encontrarles sentido a estas lecturas. Esta práctica es algo que se llama la "Parusía". "Parusía" es una palabra griega antigua para la entrada triunfal de un rey a la ciudad en la que ascenderá a su trono y gobernará la tierra. En las culturas antiguas, cuando se anunciaba que el rey se acercaba, la gente se levantaba y salía a su encuentro por el camino. Luego acompañarían al rey en su entrada a la ciudad, cantando cánticos de honor y alabanzas durante todo el camino. La ciudad, por supuesto, estaría debidamente adornada para recibir al rey y todo el pueblo se pondría sus mejores vestidos para salir a recibirlo.

Esta es la imagen de Jesús entrando en Jerusalén el Domingo de Ramos. Sus discípulos en Jerusalén salieron a su encuentro en la ladera fuera de las murallas de la ciudad y luego se dirigieron a Jerusalén con él, cantando canciones de honor y alabanza: “¡Hosana al Hijo de David! ¡Hosana en el cielo!" Esta fue una parusía: la venida de Jesucristo el Rey a Jerusalén para ascender a su trono.

En la superficie puede que no lo parezca, pero la lectura de la carta a los Tesalonicenses describe la Parusía final de Jesús. Veamos la lectura de nuevo. Dice, “Cuando Dios mande que suenen las trompetas, se oirá la voz de un arcángel y el Señor mismo bajará del cielo. Entonces, los que murieron en Cristo resucitarán primero; después nosotros, los que quedemos vivos, seremos arrebatados, juntamente con ellos entre nubes, por el aire, para ir al encuentro del Señor.” El sonido de las trompetas y la voz del arcángel anuncian la llegada del Rey y comenzará su descenso a la ciudad. Entonces los que son sus fieles súbditos, tanto los que ya han muerto como los que aún están vivos, subirán a él en las nubes para encontrarlo y acompañarlo en su procesión hacia la ciudad.

Ahora bien, lo que San Pablo no dice, sino que deja ambiguo, es lo que sucederá en ese momento. En la carta simplemente dice, "y así estaremos siempre con él". Lo que muchos eruditos de las Escrituras creen es que esta procesión regresará a la tierra, pero no será la misma tierra. Más bien será la tierra renovada por la segunda venida, cuya imagen vio el apóstol Juan y que está registrada para nosotros en el libro de Apocalipsis:

Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar no existe ya. Y vi a la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia que se adorna para recibir a su esposo. Y oí una voz que clamaba desde el trono:

«Esta es la morada de Dios con los hombres; él habitará en medio de ellos; ellos serán su pueblo y él será Dios-con-ellos; él enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte ni lamento, ni llanto ni pena, pues todo lo anterior ha pasado.»

Y el que estaba sentado en el trono dijo: «Ahora todo lo hago nuevo»...

Juntando estas dos lecturas, podemos ver que lo que describe San Pablo es la Parusía de Jesús al final de los tiempos. Lo hace, como dice la lectura, para recordarnos la esperanza que tenemos en Jesús: que aunque muramos antes de la venida de Jesús, los que le hemos permanecido fieles seremos resucitados para entrar en “la nueva Jerusalén" con él.

          Ah, qué bueno es que la lectura del libro de Apocalipsis señala cómo “la nueva Jerusalén” fue “engalanada como una novia que se adorna para recibir su esposo”. Esta imagen nos señala la parábola que Jesús usa en nuestra lectura del Evangelio y nos ayuda a darle más sentido a su lección.

          En la cultura del antiguo Cercano Oriente, una boda no se celebraba a menudo en un lugar "neutral", como el edificio de una iglesia, sino que se celebraba en la casa de la novia. El novio salía de su casa, junto con sus asistentes e invitados, y se dirigía a la casa de su novia donde se realizaba la boda y comenzaba una celebración. Luego, el novio llevaría a su novia a su casa, donde continuaría la celebración. Obviamente, muchos miembros de la familia del novio tendrían que quedarse atrás para completar los preparativos de la celebración y darles la bienvenida cuando llegaran. Esta fue una especie de "mini-parusía": algunos asistentes debían esperar afuera la llegada del novio con su novia y cuando se acercaban, debían salir a recibirlos y acompañarlos a la casa, cantando canciones de alabanza y celebración en el camino.

          Como bien sabemos, una boda puede ser un asunto de todo el día. Por lo tanto, el regreso del novio y su novia a menudo ocurría después del anochecer. Por lo tanto, los asistentes esperaron con lámparas para iluminar el camino de entrada a la casa para los recién casados. Como no sabían cuánto tiempo tendrían que esperar su llegada, las asistentes previsoras traían aceite extra para sus lámparas para que sus lámparas no se quemaran antes de que regresara el novio.

          En esta parábola, Jesús les está dando a sus discípulos una imagen de su segunda venida. Primero, reconozcamos que este es un evento feliz, ¿verdad? La segunda venida de Jesús es como un novio y su nueva novia que vienen a celebrar su boda: ¡un acontecimiento feliz y gozoso! Esto es algo que debemos esperar y que debemos anhelar. La promesa es segura: Jesús regresará. El día y la hora, sin embargo, no podemos saberlo y por eso nuestro trabajo es permanecer fielmente preparados para esperar, como los asistentes que traían aceite de lámpara extra por si el novio se demoraba en llegar. Aunque tuvieron que esperar (e incluso se adormeció y se quedó dormido), ellas anhelaban su regreso. ¿Esto tiene sentido? ¿Podemos ver y darle sentido a esta parábola?

          Hermanos y hermanas, la segunda venida de Jesús, o la nuestra ir al Señor, puede llegar de manera inesperada. Conocemos muy bien esta última condición, como nos recuerda la todavía sorprendente pérdida del padre Christopher. Por lo tanto, debemos permanecer enfocados en vivir nuestras vidas como discípulos de Jesús todos los días, para que no nos pillen desprevenidos. Pero hay tantas cosas en este mundo que nos distraen, ¿verdad? La pandemia, la elección indecisa y las ansiedades de nuestra vida diaria luchan para distraernos de estar preparados para el día en que venga Jesús. Solo puedo imaginar lo ansiosos que están nuestros jóvenes por su futuro. “¿Podré terminar la escuela? ¿Habrá un trabajo para mí? ¿Estaré a salvo? Les aseguro, jóvenes, que nosotros, los adultos, compartimos estas inquietudes con ustedes.

          Por eso, lo diré de nuevo: La promesa es segura. Jesús regresará. Entonces, ¿cómo nos mantenemos preparados? En otras palabras, ¿cuáles son las claves para permanecer enfocados en vivir nuestras vidas como discípulos de Jesús cada día? Mi sugerencia es mirar al tiempo de Cuaresma, en el que nos enfocamos en los tres pilares de la vida espiritual: oración, ayuno y limosna.

          En oración, permanecemos conectados con Dios, quien es nuestra esperanza. Esto incluye nuestro tiempo de oración diario y nuestra oración comunitaria en la liturgia y los sacramentos. Al ayunar permanecemos desapegados de las cosas de este mundo y, por lo tanto, mantenemos nuestros ojos en el mundo venidero. Ayunamos, ante todo, de aquellas cosas que nos hacen pecar: demasiada comida (o ciertos tipos de comida), demasiada bebida, demasiada televisión o tiempo con la tecnología, chismes, egoísmo y ser crítico. También ayunamos de cosas que son buenas, incluso si no son pecaminosas en sí mismas: cosas como, compras innecesarias, comer afuera en exceso, etc.

          Al dar limosna, nos recordamos que no esperamos la Segunda Venida solos, sino con todos nuestros hermanos y hermanas a nuestro alrededor. Por eso, nos esforzamos por vivir en comunión con ellos, como si fueran parientes o vecinos de nosotros. Esto significa que, cuando vemos a uno de nuestros hermanos o hermanas en necesidad, respondemos al movimiento de nuestro corazón para ayudar. Eso puede ser a través de la oración, suplicando a Dios y sus ángeles que los ayuden, o brindándoles ayuda más directa con sus necesidades materiales y espirituales al dar nuestro tiempo y tesoro. De esta manera, superamos el egoísmo y mantenemos la mente y el corazón preparados para ir a Jesús cuando venga. ¿Podemos hacer esto? ¡Por supuesto que podemos (con la ayuda de Dios)!

          Hermanos y hermanas, la ayuda de Dios está disponible para nosotros. De hecho, la primera lectura del libro de la Sabiduría nos muestra la verdad de esto, ya que describe cómo la sabiduría de Dios (que es una metáfora de la gracia de Dios) “se deja encontrar por quienes la buscan y se anticipa a darse a conocer a los que la desean." En otras palabras, no tenemos que andar buscando la gracia de Dios, siempre está aquí, esperando que la recibamos. Es como el aire que respiramos: siempre a nuestro alrededor si solo abrimos la boca e inhalamos. Con la oración, el ayuno y la limosna, abrimos nuestro corazón para recibir la gracia de Dios que siempre está disponible para nosotros.

          Hermanos y hermanas, si nuestras vidas están enfocadas en seguir los mandamientos de Dios de amar, ser misericordiosos y buscar el perdón cuando hemos pecado, estaremos preparados para entrar en la fiesta de bodas eterna del cielo cuando Jesús venga. No tengamos miedo de esta venida, sino más bien estemos ansiosos por estar preparados, confiando en que nuestro amado Señor no nos dejará solos el día de su venida. Esta Eucaristía que celebramos es la garantía de su promesa. Entonces, demostrémosle que confiamos en su promesa uniendo nuestra acción de gracias a su sacrificio que pronto volveremos a presentar en este altar y comprometiéndonos a vivir como sus discípulos, atentos a su venida.

Dado a la parroquia de San Pablo: Marion, IN – 7 de noviembre, 2020

Sunday, November 1, 2020

La Llamada de la Grandeza

 Homilía: La Solemnidad de Todos los Santos – Ciclo A

¿Qué quieres ser cuando seas grande?" Aunque al principio pueda parecer una pregunta inofensiva, en realidad es una gran pregunta para los niños, ya que a menudo abre la oportunidad de ver dentro de sus corazones. Por alguna razón, hacia el comienzo de la escuela secundaria, dejamos de preguntarles a los niños qué quieren ser y comenzamos a preguntarles qué quieren hacer. Como adultos, a menudo nos quedamos con ese lenguaje: resignarnos a una vida de hacer algo en lugar de ser algo.

Es por eso que hacer esta pregunta a los niños es tan bueno: porque un niño le va a contar los anhelos más profundos de su corazón. “Quiero ser médico” o “bombero”, o “maestra” o “enfermera” o “piloto de carreras” o incluso “mamá” o “papá”. ¿Y qué están diciendo todos estos niños cuando responden con una de estas "carreras"? Están diciendo "Quiero ser estupendo". Cada niño, cuando mira una de estas carreras, piensa para sí mismo: "Esa persona es estupendo y yo quiero ser esa persona". Obviamente, este no es un pensamiento consciente, porque los niños no piensan así; y tal vez sería mejor decir que es un "movimiento del corazón" que cada niño experimenta que habla de un deseo innato de grandeza.

¿Por qué está este deseo innato dentro de nosotros? Bueno, porque en Dios estamos destinados a la gloria. En la segunda lectura de la primera carta de San Juan leemos: “Hermanos míos, ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado cómo seremos al fin. Y ya sabemos que, cuando él se manifieste, vamos a ser semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”. ¿Qué más puede querer decir cuando dice "vamos a ser semejantes a él" excepto "vamos a ser semejantes a él en su gloria"? Como hijos de Dios, estamos destinados a ser como él, que es todo glorioso; así, estamos destinados a la gloria: es decir, a ser grandes más allá de toda imaginación. Esto, amigos míos, es lo que significa ser santo.

Desafortunadamente, sin embargo, parece que hemos perdido la conexión entre alcanzar la santidad y la excelencia humana. En otras palabras, hemos decidido que "grandeza" y "santidad" son ambiciones diferentes; y que si quiere conseguir uno tienes que renunciar a sus esperanzas por el otro. Pero estoy aquí para decirles, amigos míos, ¡que no hay mayor grandeza que puedan alcanzar que sea más grande que convertirse en un santo!

Es cierto que muchos santos fueron despreciados en su propia época y parecían evitar la grandeza en la tierra—San Francisco de Asís, San Antonio del Desierto o cualquiera de los Mártires—pero eso fue porque en su época la idea de grandeza era un distorsionada: estos santos fueron grandes porque rechazaron el señuelo de una "grandeza de este mundo" en favor de la grandeza heroica de perseverar en la virtud a pesar de la resistencia.

Otros santos, por supuesto, lograron grandes cosas en este mundo: San Luis IX de Francia, Santa Isabel de Hungría ... ¡un rey y una reina! … O quizás un ejemplo más moderno, Santa Teresa de Calcuta; sin embargo, su reconocimiento mundano fue solo un reflejo del aprecio que el mundo les dio por perseverar en la virtud heroica a lo largo de sus vidas. Por lo tanto, podemos ver que la verdadera grandeza, la heroica grandeza, llega cuando buscamos la santidad.

Echemos un vistazo, por tanto, a ese último ejemplo que nombré: Santa Teresa de Calcuta (o "Madre Teresa"). Creo que la mayoría de las personas con las que se encuentra estarían de acuerdo en que la Madre Teresa fue un gran ser humano. Esta mujercita de Albania, que se esforzó simplemente por responder al llamado del Señor de cuidar a los más pobres del mundo en las calles de Calcuta, tuvo influencia mundial: no porque fuera una hábil política o inteligente en los negocios, sino porque se esforzó por la santidad en todo lo que hizo; y al lograr esta heroica grandeza, despertó ese latente deseo de grandeza en los corazones de todos los que conoció.

Lo que la Madre Teresa demostró, y lo que prueban todos los santos, en realidad, es que la verdadera grandeza se encuentra cuando vivimos las Bienaventuranzas: porque ella era pobre de espíritu antes de ser pobre, lloraba por los más abandonados en las calles de Calcuta, ella era sufrida en la forma en que se acercaba a los demás y en su propia percepción de su trabajo, tenía hambre y sed de justicia tanto para ella como especialmente para los demás, era misericordiosa con todos los que encontraba, se esforzaba por permanecer limpia de corazón confesando su pecados con frecuencia, se esforzó por hacer la paz porque veía la guerra y el conflicto como causa de tanta injusticia, y fue perseguida por aquellos que veían erróneamente en ella un intento velado de ganar influencia y poder en el mundo. La Madre Teresa alcanzó la grandeza, no a pesar de su santidad, sino precisamente por ella.

Hermanos y hermanas, el Día de Todos los Santos es la celebración de las mujeres y los hombres que nos han precedido habiendo alcanzado la grandeza precisamente en su santidad. Y es un recordatorio para cada uno de nosotros de nuestra necesidad de perseguir la grandeza a la que estamos destinados, de ser glorificados como Dios en el cielo, al perseguir la virtud heroica en este mundo según el modelo para nosotros en los santos. ¿Nuestra inspiración? San Juan nos lo da en nuestra segunda lectura cuando dice: “Miren cuánto amor nos ha tenido el Padre, pues no sólo nos llamamos hijos de Dios” y “Todo el que tenga puesta en Dios esta esperanza, se purifica a sí mismo para ser tan puro como él."

La buena noticia es que Dios ha planeado la forma en que cada uno de nosotros debe convertirse en santo. A esto lo llamamos nuestra "vocación". Dios nos creó a cada uno de nosotros por amor y nos ha llamado a cada uno de nosotros a una forma de vida específica a través de la cual podemos ayudar a construir su reino y convertirnos en santos. Esta llamada puede ser al matrimonio, al sacerdocio, a la vida religiosa consagrada o a la sagrada vida de soltero. Todos los que han alcanzado la santidad (es decir, todos los que ya se han reunido alrededor del trono del Cordero en el cielo) lo han hecho al discernir el llamado de Dios y luego esforzarse por vivir ese llamado lo mejor que pueden.

Debido a que la vocación matrimonial es tan común (común, porque es necesaria para continuar la vida humana), es fácil para un joven pensar automáticamente que puede ser llamado al matrimonio. Sin embargo, esta vocación se discierne mejor cuando un joven también ha considerado si Dios puede estar llamándolo al sacerdocio o a la vida religiosa. Con demasiada frecuencia, un joven decide que se casará sin siquiera considerar si Dios lo está llamando a otra cosa. ¡Esto es una lástima! No porque el sacerdocio o la vida religiosa sea de alguna manera mejor que el matrimonio; son llamamientos igualmente dignos, sino porque si un joven no discierne bien su llamamiento (considerando todas las formas en que Dios podría estar llamándolo), él / ella puede sentirse insatisfecho con su elección de vida, tentándolo a vivir una vida mediocre, en lugar de una vida de grandeza a la que ha sido llamado.

Hoy, por lo tanto, mis hermanos y hermanas, quiero instarlos a hacer todo lo posible para ayudar a los jóvenes en sus vidas a considerar todas las formas en que Dios puede estar llamándolos a la grandeza para discernir la forma particular en que Él está llamando cada uno de ellos. Especialmente les insto a que les ayuden a discernir la llamada al sacerdocio y a la vida religiosa. No muchos jóvenes persiguen estas vocaciones, pero les aseguro que no es porque Dios no los esté llamando. ¡Los está llamando! Más bien es que no se les ha enseñado a escuchar el llamado de Dios ni se les ha animado a responder y apoyar cuando lo hacen.

Creo que esto es especialmente cierto en nuestras comunidades hispanas. ¿Se da cuenta de que, aquí en los Estados Unidos, si alguien es menor de 30 años y profesa ser católico, es más probable que ese joven sea hispano que anglo? Entonces, ¿por qué nuestros seminarios y conventos están llenos de anglos? Parte de la razón, sin duda, es un alcance inadecuado a las familias hispanas por parte de los programas de vocaciones. En nuestra diócesis nos esforzamos por abordar ese problema. La otra parte principal del problema, sin embargo, es que las familias hispanas no están haciendo lo suficiente para animar y apoyar a los hombres y mujeres jóvenes a discernir el llamado de Dios y seguirlo.

Entiendo que existe una presión única para que los jóvenes hispanos aquí en los Estados Unidos trabajen y ganen un salario con el fin de ayudar a mantener a sus familias tanto aquí como en su país de origen. Sin embargo, debemos estar listos para confiar en que Dios nos cuidará cuando decidamos vivir para él. Siguiendo nuestra vocación auténtica, sin importa cual sea la vocación, estamos eligiendo vivir para Dios y él no dejará de cuidarnos.

Mis hermanos y hermanas, este Día de Todos los Santos, eliminemos la falsa separación entre las dos preguntas: "¿Qué quiere ser?" y "¿Qué quiere hacer?", y unámoslos preguntándoles de esta manera: "¿Qué quiere ser?" y "¿Cómo va a estar?" Si lo que queremos ser son "santos", entonces discerniremos la verdadera vocación de Dios para nuestras vidas y nos esforzaremos por vivirla de la mejor manera que podamos. De esta manera veremos que lo que hacemos comenzará a estar teñido cada vez más por las Bienaventuranzas y nos acercará cada vez más a la verdadera grandeza que tanto anhela nuestro corazón y para la que estamos destinados.

El papa emérito Benedicto XVI dijo una vez: “El mundo te ofrece comodidad, pero no fuiste hecho para la comodidad. ¡Fuiste hecho para la grandeza!" Este Día de Todos los Santos, hermanos míos, comprometámonos, fortalecidos por la gracia que tenemos en Jesucristo a través de su sacrificio, que representamos aquí en este altar, a luchar por esa grandeza para la que fuimos hechos. Porque es esforzándonos por lograrlo como realmente alcanzaremos la excelencia humana; y es entonces cuando verdaderamente seremos santos.

Dado en la parroquia de San Patricio: Kokomo, IN – 1 de noviembre, 2020