Homilía: 4º Domingo en el Tiempo Ordinario – Ciclo A
Una de las cosas que amo de ser
sacerdote es que tengo el privilegio de ser un conducto de la gracia de Dios
para su pueblo. Hago esto más obviamente en los sacramentos, los “sagrados
misterios” en los que Dios derrama su gracia sobre nosotros que estamos
abiertos a recibirla. También lo hago de formas más comunes, como cuando me
piden que dé una bendición. Una bendición de un ministro ordenado (es decir, un
obispo, sacerdote o diácono) se considera un sacramental—es decir, una forma en
que recibimos la gracia de una manera no específica—por lo tanto, veo como un
deber responder generosamente cuando alguien me pide una bendición. Sin
embargo, como dije, más allá de ser un deber, me encanta el hecho de que puedo
ser un medio a través del cual ustedes, el pueblo de Dios, pueden recibir la
gracia de Dios.
Una de las distinciones culturales
entre hispanos y anglos que he notado es que los hispanos piden bendiciones con
mayor frecuencia, a menudo sin motivo específico. Esto sucede con frecuencia
después de la misa. Debo confesar que a veces pienso que la persona está
pidiendo una bendición porque cree que imparte algún tipo de escudo mágico
sobre ellos que los protegerá de que les sucedan cosas malas. De ser cierto, esto
sería más superstición que verdadera religión, ya que la verdadera religión
confía en que Dios está con nosotros, incluso si nos suceden cosas malas,
independientemente de si recibimos este tipo de bendiciones. Pero yo divago.
Independientemente de la razón por la que una persona pide una bendición, casi
siempre la ofrezco porque Dios me ha dado poder para hacerlo, y prefiero ser
culpable de ser demasiado generoso con las bendiciones de Dios que no ser lo
suficientemente generoso. Todos ustedes quieren ser bendecidos por Dios, y
estoy agradecido de facilitar eso cada vez que puedo.
En nuestra lectura del Evangelio de
hoy, Jesús hace repetidas referencias a aquellos que son “dichosos”.
Obviamente, el deseo de ser “dichoso” es una parte profunda de lo que somos
como seres humanos. Sin embargo, esto me hace hacer una pausa y preguntarme:
"¿Qué significa ser ‘dichoso’?" Mientras pienso en ello, surge
inmediatamente una respuesta: ser “dichoso” es ser favorecido por Dios. Sin
embargo, a medida que reflexionaba más sobre ello, vi algo que me pareció
interesante, algo que tal vez podría agregar algo de profundidad a lo que
significa ser “dichoso”, y por eso me gustaría compartirlo con ustedes.
En la traducción latín de la biblia, se
pone la palabra “beati” en la boca de
Jesús para describir los “bienaventurados” al comienzo de este famoso sermón. También se puede traducir esta palabra en español
con la palabra “bendecidos”. No hay contradicción
aquí porque, para los fieles a Dios, estar “bendecido” de Dios es estar “dichoso”. Por los que tradujeron las escrituras en español,
la palabra “dichoso” parecía mejor para expresar lo que Jesús quería decir: Ellos
que les encuentren dichosos en el reino de Dios son los que tienen menos en
este mundo. Lo que me dio una
perspectiva diferente, sin embargo, era ver la traducción de la palabra “beati” con la palabra “bendecidos”. Por lo tanto, demos un vistazo a esta idea.
El verbo “bendecir” proviene del verbo
latino “benedicere”. Cuando analiza
el latín, "bene" y "dicere", puede ver que el verbo
literalmente significa "hablar bien de alguien/algo". “Dicere” significa “decir/hablar” y “bene” significa “bien”. Estoy seguro de
que puede ver la conexión con el español aquí, así que supongo que todavía no
he perdido a nadie, ¿verdad? Bueno. Quizá ahora podamos ver que pedir una
bendición no es sólo buscar el favor de Dios (que podríamos convencernos de que
él sólo daría de mala gana), sino pedir que Dios “habla bien” de nosotros: es
decir, que Él hablaría de nosotros positivamente, como si se deleitara en
nosotros. Permítanme decirlo de nuevo: pedir una bendición es pedir que Dios
hable de nosotros de tal manera que muestre que se deleita en nosotros. Esto es
mucho más profundo que simplemente pedir favores a Dios o de estar dichoso;
esta es una petición profundamente relacional. ///
En este sentido, por lo tanto, ser
“bendecido” es ser honrado por alguien a quien tenemos en alta estima. Cuando
somos jóvenes, somos bendecidos cuando nuestros padres o maestros nos alaban
por una buena obra o acción que realizamos. Cuando somos adolescentes, somos
bendecidos cuando nuestros compañeros nos dicen cuánto disfrutan pasar tiempo
con nosotros. Cuando somos adultos, somos bendecidos cuando nuestros
supervisores reconocen nuestro buen trabajo. Y, por supuesto, bendecimos a los
demás cuando los honramos por lo que son y por lo que han hecho. Ser
“bendecido” es señal de que estamos en una buena relación con alguien a quien
tenemos en alta estima, y es algo que satisface profundamente nuestro corazón
humano.
Para aquellos de nosotros que hemos
abierto nuestros corazones a una relación con Dios, no hay nadie a quien
tengamos en mayor estima que a Él. Por lo tanto, es natural y bueno que
busquemos ser bendecidos por Él. Sin embargo, abandonados a nuestra propia
naturaleza, buscaríamos esto tratando de demostrar que somos dignos de su
bendición, como niños que actúan para sus padres para ganar su alabanza. Lo que
Jesús nos revela en nuestra lectura del Evangelio de hoy es que la forma de ser
bendecidos por Dios se ve muy diferente de lo que nuestros instintos naturales
nos mueven a hacer. Naturalmente, pensamos que debemos hacer cosas
extraordinarias y llamativas para ser notados (y, por lo tanto, bendecidos) por
Dios. Las bienaventuranzas nos muestran que Dios valora los comportamientos más
insignificantes entre nosotros: la pobreza de espíritu, el luto, el sufrimiento
con paciencia, el deseo de justicia y paz, y similares. ¡Estas son buenas
noticias! Buenas noticias porque nos muestran que la bienaventuranza es algo
alcanzable para todos nosotros. Alcanzable, es decir, si somos lo
suficientemente humildes como para perseguirlo.
En la primera lectura del profeta
Sofonías, Dios promete guardar y proteger a los humildes y favorecerlos no
permitiéndoles experimentar el exilio. Este es un tema común en todo el Antiguo
Testamento: que aquellos que temen a Dios, que buscan la justicia, y que
caminan en humildad, serán bendecidos por Dios. En la segunda lectura, San
Pablo continúa este tema recordando a los corintios que han sido bendecidos por
Dios no porque fueran extraordinarios de alguna manera (les recuerda claramente
que ciertamente no lo eran), sino porque se humillaron para estar unidos a
Cristo crucificado. En ambos resuena la misma buena noticia: la bienaventuranza
es alcanzable para nosotros si seguimos el camino de la humildad. ///
Hermanos, nuestro Señor Jesús, la
Segunda Persona de la Trinidad Divina—Dios mismo—se humilló a sí mismo para
hacerse “menos que los ángeles”, uno como nosotros, para mostrarnos el camino
de la justicia y redimirnos de nuestros pecados. En su naturaleza humana fue
bendecido por el Padre porque siguió el camino de la humildad y buscó siempre
hacer la voluntad del Padre. Al hacerlo, nos ha mostrado el camino para recibir
la bendición del Padre, que nuestro corazón desea. Pues, demos gracias hoy que
nuestro Buen Dios haya hecho tan fácil alcanzar su bendición. Y, al salir de
aquí, gloriémonos en el Señor por su bondad hacia nosotros mientras nos
esforzamos por vivir las Bienaventuranzas todos los días. Para que, por nuestro
testimonio y el poder del Espíritu Santo, todos aquellos con los que entremos
en contacto reciban también la bendición de Dios y, así, la vida eterna ganada
para nosotros en Cristo Jesús.
Dado en la parroquia de
Nuestra Señora del Carmen: Carmel, IN
29 de enero, 2023
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