Sunday, April 24, 2022

Las heridas glorificadas de Jesús



 Homilía: Domingo en la Octava de la Pascua – Ciclo A

2º Domingo de la Pascua – Domingo de la Divina Misericordia

         Una de las cosas que he venido realizar atrás de los años es que los muchachos son raros. Tengo muchas razones para llegar a esta conclusión, pero una en particular me destaca hoy. Es un comportamiento peculiar de los muchachos en el que muestran y comparan fácilmente heridas abiertas y / o cicatrices entre sí. ¿Verdad? Lo hacen especialmente cuando la historia de cómo esas heridas / cicatrices se obtuvieron es algo de lo que estaban particularmente orgullosos. Mientras que la mayoría de nosotros miramos a una de sus heridas abiertas y nos sentimos disgustados, ¡un muchacho diría “COOOL!!!!" mientras el muchacho con la herida contó cómo obtuvo esa herida mientras intentaba saltar entre los brazos de un árbol, como los monos que él vio en el zoológico. Su herida, lejos de ser una vergüenza por haber fallado en su intento de imitar a un mono, se muestra como si fuera una insignia de honor por haber intentado algo aventurero y haber sobrevivido. Sí, los muchachos son raros.

         Hoy, en nuestra lectura del Evangelio, contamos que cuando Jesús apareció a los Apóstoles en la Pascua, les mostró las heridas en Sus manos y Su costado. Al escuchar de nuevo este pasaje, casi dos mil años después de que fue escrito, la extrañeza de esta situación ya no nos puede parecer extraña: más bien, nos hemos acostumbrado a la idea de que el cuerpo resucitado de Jesús retenía las heridas de su crucifixión. Tal vez incluso pensamos que esta demostración de sus heridas es como los muchachos que muestran sus heridas como insignias de honor. Para los discípulos, sin embargo, toda esta experiencia fue extraña, aterradora y chocante: no sólo para ver al Señor resucitado de los muertos, sino también resucitado con las heridas abiertas en su cuerpo. Me imagino que todo el que se encontró con Jesús después de la Resurrección debe haber notado que Su cuerpo glorificado conservó estas heridas de la Crucifixión; y el hecho de que las heridas mismas no eran como cicatrices, sino como carne desgarrada: carne que los dedos y las manos de Tomas podían sondar y examinar.

         Imagínense, por un momento, que estábamos escuchando esta noticia por primera vez. ¿No nos detenemos y nos preguntamos: "Por qué Jesús escogió retener las heridas de una muerte tan aterradora, una muerte que Su Resurrección había derrotado poderosamente? Las heridas o incluso las cicatrices son imperfecciones. ¿Por qué, entonces, las marcas de la Pasión de Jesús permanecen en Su carne perfecta y glorificada cuando, con la misma facilidad, Él podría haber elegido no tenerlas?"

         Como en todas las cosas, cuando buscamos la razón por las acciones de Dios, el mejor punto para comenzar es siempre con esta respuesta: "Él lo hizo por mí". Recuerda que Dios nunca necesita actuar para ayudarse a sí mismo porque Dios es perfecto en sí mismo. Dios también es amor; y así todas sus acciones son actos de amor que se da a sí mismo y que están dirigidos hacia nuestra salvación. Con esto en mente, podemos asumir que Jesús escogió guardar las heridas de la Crucifixión en Su cuerpo glorificado para nuestro beneficio. "Él lo hizo por mí". Esto, por supuesto, plantea la siguiente pregunta: "Si Jesús hizo esto por mí, ¿cómo me ayudó encontrar las heridas de Jesús Resucitado como lo hicieron Sus discípulos?"

         Primero, las heridas de Jesús son una prueba de su identidad. Cuando Nuestro Señor mostró sus manos y su lado a los Apóstoles en la Pascua, se regocijaron porque las heridas verificaron que el hombre delante de ellos era verdaderamente Jesús, el Crucificado, que había sido resucitado. Hay una leyenda que dice que el diablo una vez trató de engañar a San Martín de Tours a adorarle, apareciendo a él vestido con ropa fina y joyas, y afirmando ser nuestro Señor. San Martín, sin embargo, rápidamente descubrió el truco del diablo y dijo: "¿Dónde están las marcas de los clavos? ¿Dónde está la herida en tu costado? Cuando vea las marcas de la pasión entonces lo adoraré." Sin las heridas de la crucifixión, San Martín sabía que no era Jesús.

         Sin embargo, las heridas del Cristo Resucitado son más que un medio de identificación. Más bien, son parte integral de quien Él es. Jesús no puede ser separado de Sus heridas, ni siquiera en Su cuerpo glorificado, porque Sus heridas nos muestran continuamente que Él es Nuestro Salvador. El Señor Resucitado Jesús guardó las marcas de Su sacrificio, que nos liberó de nuestros pecados. Él llevó en su carne resucitada las marcas que demuestran que él también conoce íntimamente nuestro sufrimiento físico y emocional, y, a través de su victoria, que nuestro sufrimiento puede transformarse en un medio de salvación para nosotros y para los demás. En otras palabras, Jesús lleva las heridas de su crucifixión en su cuerpo glorificado para mostrarnos que él no vino a eliminar nuestra herida, sino más bien a redimirla y glorificarla.

         Por último Jesús lleva las heridas de la crucifixión en Su cuerpo glorificado por toda la eternidad, para que podamos experimentar el poder y la profundidad de Su amor misericordioso por nosotros cuando lo encontramos en la carne, así como Santa María Magdalena, Santo Tomás, San Pedro, y San Pablo lo hizo cuando ellos mismos encontraron al Señor Resucitado: un poder y una profundidad que podemos experimentar cuando meditamos sobre estas heridas a través de las cuales nos salvó.

         Santa Faustina Kowalska, la mística polaca a la que Jesús apareció y dio la tarea de difundir la devoción a la Divina Misericordia, escribió esto en su diario: "Mientras rezaba ante el Santísimo Sacramento y saludaba las cinco heridas de Jesús, un torrente de gracia que brota en mi alma, dándome un anticipo del cielo y una confianza absoluta en la misericordia de Dios." Hermanos, el cuerpo glorificado de Jesús lleva las heridas de la crucifixión para invitarnos continuamente a acercarnos a él para recibir su misericordia. Así, meditar en las Sagradas Heridas de Jesús es una manera de ponernos en contacto con Su amor misericordioso.

         Más aún, mis hermanos y hermanas, Nuestro Señor Resucitado nos aparecen en cada Misa—cuerpo, sangre, alma y divinidad—en la Sagrada Comunión: incluyendo Sus heridas glorificadas. Aunque Santo Tomás pudo tocar estas heridas con sus manos, nosotros podemos experimentarlas aún más íntimamente entrando en ellas cada vez que recibimos la Sagrada Comunión. Y así, mientras nos preparamos para recibir a Nuestro Señor aquí hoy, meditemos en este gran misterio de las heridas glorificadas de Cristo, para que nosotros también pudiéramos sentir "un torrente de gracia" corriendo hacia nosotros, y así recibir, como Santa Faustina, "un anticipo del cielo y una confianza absoluta en la misericordia de Dios". Llenos de esta confianza, nosotros mismos, heridas y todos, seremos fortalecidos para realizar nuestra visión de una comunidad católica, unido en la Eucaristía.

         Que María, Primera Discípula de la Divina Misericordia, sea nuestra guía y protección, como hoy nos redirigimos a esta tarea gozosa.

Dado en la parroquia de San Pablo: Marion, IN – 23 de abril, 2022

Dado en la parroquia de Nuestra Señora de los Lagos: Monticello, IN, y la parroquia de Nuestra Señora de Carmen: Carmel, IN – 24 de abril, 2022

The glorified wounds of Jesus



 Homily: Sunday in the Octave of Easter – Cycle A

(2nd Sunday of Easter – Divine Mercy Sunday)

         One of the things that I’ve come to realize over the years is that boys are strange.  I have many reasons for drawing this conclusion, but one in particular stands out to me today.  It’s a behavior peculiar to boys in which they readily show and compare open wounds and / or scars to one another.  Am I right?  They do this especially when the story of how those wounds / scars were obtained is something of which they were particularly proud.  While most of us would look at one of their gaping wounds and feel disgusted, a boy would say “COOOL!!!!” while the boy with the wound recounted how he obtained that wound while attempting to leap between tree limbs, like the monkeys that he saw at the zoo on the school field trip.  His wound, far from being a thing of shame for having failed in his attempt to imitate a monkey, is displayed as if it is a badge of honor for having attempted something adventurous and having survived.  Yep, boys are strange.

         Today, in our Gospel reading, we recount that, when Jesus appeared to the Apostles on Easter, He showed them the wounds in His hands and His side.  Hearing this passage again, nearly two thousand years after it was written, the oddity of this situation may no longer strike us as odd: rather, we’ve become accustomed to the idea that Jesus’ risen body retained the wounds of his crucifixion.  Perhaps we even think of this showing of His wounds in terms of the young boys who show off their wounds like badges of honor.  For the disciples, however, this whole experience was odd, frightening, and shocking: not only to see the Lord risen from the dead, but risen with the gaping wounds still in his body.  I imagine that everyone who encountered Jesus after the Resurrection must have noticed that His glorified body retained these wounds of the Crucifixion; and the fact that the wounds, themselves, remained not as scars, but as torn flesh: flesh which Thomas’ fingers and hands could probe and examine.

         Imagine, for a moment, that we were hearing this news for the first time.  Wouldn’t we stop and ask ourselves, “Why is it that Jesus chose to retain the wounds of such a gruesome death, a death that His Resurrection had powerfully defeated?  Wounds, or even scars, are imperfections.  Why, then, do the marks of Jesus’ Passion remain in His perfect, glorified flesh when, just as easily, He could have chosen not to have them?”

         As in all things, when we look for the reasoning behind the actions of God, the best place to start is always with the answer: “He did this for me.”  Remember that God never needs to act to help Himself because God is perfect in Himself.  God is also love; and so all of His actions are acts of self-giving love which are directed towards our salvation.  With this in mind, therefore, we can assume that Jesus chose to keep the wounds of the Crucifixion in His glorified body for our benefit. “He did this for me.”  This, of course, begs the next question: “If Jesus did this for me, how am I helped by encountering the wounds of the Risen Jesus as His disciples did?”

         First, the wounds of Jesus are a proof of His identity.  When Our Lord showed his hands and side to the Apostles on Easter, they rejoiced because the wounds verified that the man in front of them was truly Jesus, the crucified One, who had been raised.  There’s a legend that says that the devil once tried to fool Saint Martin of Tours into worshiping him by appearing to him dressed in fine clothes and jewelry, and claiming to be Our Lord.  Martin, however, quickly spotted the devil’s trick and said: “Where are your nail marks?  Where is the wound in your side?  When I see the marks of the Passion then I will adore Him.”  Without the wounds of the crucifixion, Martin knew it was not Jesus.

         The wounds of the Risen Christ are more than just a means of identification, however. Rather, they are integral to who He is.  Jesus cannot be separated from His wounds, even in His glorified body, because His wounds continually show us that He is Our Savior.  The Risen Lord Jesus kept the marks of His sacrifice, which freed us from our sins.  He carried in His Resurrected flesh the marks that prove that He, too, knows our physical and emotional suffering intimately, and that, through His victory, our suffering may be transformed into a means of salvation for ourselves and others.  In other words, Jesus bears the wounds of His crucifixion in his glorified body to show us that he did not come to eliminate our woundedness, but rather to redeem it.  Finally, Jesus bears the wounds of the crucifixion in His glorified body for all eternity so that we may experience the power and depth of His merciful love for us when we meet Him in the flesh, just as Saint Mary Magdalene, Saint Thomas, Saint Peter, and Saint Paul did when they themselves encountered the Risen Lord: a power and depth that we can experience when we meditate on these wounds through which he saved us.

         Saint Faustina Kowalska, the Polish mystic to whom Jesus appeared and gave the task to spread devotion to Divine Mercy, wrote in her diary: “As I was praying before the Blessed Sacrament and greeting the five wounds of Jesus, at each salutation I felt a torrent of graces gushing into my soul, giving me a foretaste of heaven and absolute confidence in God's mercy.”  Friends, Jesus’ glorified body bears the wounds of the crucifixion so as to continually invite us to approach him so as to receive his mercy.  Thus, meditating on Jesus’ Sacred Wounds is a way to put us in contact with His merciful love.

         Still more, my brothers and sisters, Our Risen Lord appears to us at each Mass—body, blood, soul, and divinity— in Holy Communion: glorified wounds and all.  Although Saint Thomas could touch these wounds with his hands, we can experience them even more intimately by entering into them each time that we receive Holy Communion.  And so, as we prepare to receive Our Lord here today, let us meditate on this great mystery of the glorified wounds of Christ, so that we, too, might feel “a torrent of graces” rushing into us, and thus receive, like Saint Faustina, “a foretaste of heaven and absolute confidence in God’s mercy.”  Filled with this confidence we ourselves, wounds and all, will be strengthened to realize our vision of a Catholic Cass County, united in the Eucharist.

         May Mary, the First Disciple of Divine Mercy, be our guide and protection as today we rededicate ourselves to this joyful work.

Given in Spanish at St. Paul Parish: Marion, IN – April 23rd, 2022

Given in Spanish at Our Lady of the Lakes Parish: Monticello, IN, and Our Lady of Mt. Carmel parish: Carmel, IN – April 24th, 2022

Sunday, April 17, 2022

Suffering: the way to the resurrection

 


Homily: Easter Sunday – Cycle C

         Friends, if you couldn’t tell by the way the church is decorated, by the vestments that I am wearing or by the festive music that we are singing, today is a great day of rejoicing.  Christ the Lord is risen from the dead; and for this we rejoice.  Yet, there is a great truth, hidden beneath the surface of this reason for our celebration, that should add depth of joy to our celebration, and it is this: that the way to the resurrection is through suffering.

         Most of us, perhaps, live relatively comfortable lives.  We have places to live, clothes to wear, food to eat, a job that provides for us (or parents who have jobs that provide for us).  We have family and friends that support us and add joy to our lives.  Nevertheless, if we’ve lived long enough, we realize that even those comforts that we enjoy haven’t kept suffering completely out of our lives.  Rather, we have all experienced suffering in some way.  We’ve lost loved ones through death and we’ve watched loved ones suffer; we’ve been hurt by those closest to us: our spouses, our family members (perhaps even our own children), and our friends; we’ve lost jobs (or, perhaps, failed to get the job that would help us fulfill our dreams).  In these and countless other ways, suffering has touched each of our lives.

         Suffering, for many people, is a thing of despair; and if we think about it even for a little bit, we can see why.  We instinctively know that our life spans are limited; and so if suffering becomes too great a part of it, we begin to despair that there is any hope of enjoying this life that we have been given.  For those for whom daily suffering is intense, this lack of hope can be stifling: leading them to isolate themselves from the world and, in some cases, to contemplate ending their own lives (for, they believe, to end their lives would finally bring an end to their suffering).

         This is why today’s celebration—the resurrection of Jesus Christ from the dead—is such good news: because not only has Jesus redeemed us from the punishment due to sin, but he has opened for us a life beyond suffering: one into which we enter precisely through suffering.  Yes, Jesus’ resurrection is a thing of wonder and awe; but it would be much different if he had lived a comfortable and full life and died at a ripe-old age of natural causes, wouldn’t it?  We’d certainly be overjoyed to see him again, but would it truly be the victory we’d hoped for?  No, Jesus’ resurrection holds such great power because it comes precisely after he suffered horrendously: that he, the only truly innocent man ever to live, suffered the full brunt of evil that the world could produce and defeated it by rising from the dead.  In doing so, he demonstrates for us that suffering in this world is not meaningless; but rather that, when it is accepted and endured in innocence of heart, for the love of God and our neighbor, it will speed us along the path that leads to the life beyond suffering that Jesus has opened for us.

         This is so important to say in today’s world: and why?  Well, because it wasn’t enough for Jesus to be a “good person” throughout his life—one who tries not to hurt others and otherwise doesn’t create problems—and then to die of natural causes only to be raised again.  Rather, he had to contend with this world—and the evil-inflicted suffering within it—in order to open for us the way to a life beyond suffering.  Notice, that this contention wasn’t to push suffering down and overcome it by his cunning or his power; but rather to stay pure within it, so as to show that even the worst suffering that the evil in this world can inflict is no match for the power of God.

         My friends, we do not proclaim an easy salvation.  Rather, we proclaim a salvation won for us through suffering: a salvation in which we participate through suffering.  And this, as I’ve said, is the great truth hidden beneath the surface of today’s celebration: that if we embrace the sufferings that come to us in this life—the daily sufferings that we experience because of our sins, those we suffer simply because this world is broken, and most especially the sufferings that come to us precisely because we are disciples of Jesus—then we are uniting ourselves more perfectly to Christ in his suffering.  And when we are united to Christ in his suffering, then we will also be united to him in the fruits of his suffering: the new life beyond suffering that he has opened for us.

         Friends, this is why we have taken on voluntary suffering for the last forty days: to remind us that suffering in this world is not to be avoided at all costs, but rather that, when embraced for love of God and our neighbor, suffering unites us more perfectly to Christ and, thus, prepares us to experience the resurrection with him.  If you have spent these forty days well, then by all means celebrate in praise and thanksgiving for the grace of God that has worked within you.  And if you haven’t spent these days well, then you, too, should rejoice: because the fruits of the resurrection of Christ are not just for those who can claim “victory” at the end of these forty days, but rather it is for everyone who still struggles to live the life that God has called them to live.  For these I say, “God is on your side!  Continue to struggle and you will find grace to overcome.  Your faith will be evident in the struggle, and by faith the life beyond suffering which Christ has opened for us will be yours!”

         This truth couldn’t be more evident to us than here in this Mass: in which we offer back to God the perfect sacrifice of his Son in thanksgiving for the salvation that his suffering won for us.  Therefore, let us put our whole hearts into this offering: for Christ is risen and we have life in him.

Given in Spanish at St. Paul Parish: Marion, IN – April 17th, 2022

Sufrimiento: el camino a la resurreccion

 

Homilía: Domingo de Pascua – Ciclo C

         Hermanos, si no se dieron cuenta por la forma en que está decorada la iglesia, por las vestiduras que llevo puestas o por la música festiva que estamos cantando, hoy es un gran día de regocijo. Cristo el Señor ha resucitado de entre los muertos; y por esto nos regocijamos. Sin embargo, hay una gran verdad, escondida bajo la superficie de este motivo de nuestra celebración, que debe añadir profundidad de alegría a nuestra celebración, y es esta: que el camino a la resurrección es a través del sufrimiento.

         La mayoría de nosotros, quizás, vivimos vidas relativamente cómodas. Tenemos lugares para vivir, ropa para vestir, comida para comer, un trabajo que nos provee (o padres que tienen trabajos que nos proveen). Tenemos familiares y amigos que nos apoyan y añaden alegría a nuestras vidas. Sin embargo, si hemos vivido lo suficiente, nos damos cuenta de que incluso esas comodidades que disfrutamos no han eliminado el sufrimiento por completo de nuestras vidas. Más bien, todos hemos experimentado el sufrimiento de alguna manera. Hemos perdido a seres queridos por la muerte y hemos visto sufrir a seres queridos; hemos sido lastimados por aquellos más cercanos a nosotros: nuestros cónyuges, nuestros familiares (quizás incluso nuestros propios hijos) y nuestros amigos; hemos perdido trabajos (o, quizás, no pudimos conseguir el trabajo que nos ayudaría a cumplir nuestros sueños). De estas y otras formas innumerables, el sufrimiento ha tocado la vida de cada uno de nosotros.

         El sufrimiento, para muchas personas, es una cosa de desesperación; y si pensamos en ello, aunque sea un poco, podemos ver por qué. Instintivamente sabemos que nuestra duración de vida es limitada; y así, si el sufrimiento se convierte en una parte demasiado grande, comenzamos a perder la esperanza de que haya alguna esperanza de disfrutar esta vida que se nos ha dado. Para aquellos para quienes el sufrimiento diario es intenso, esta falta de esperanza puede ser asfixiante: llevarlos a aislarse del mundo y, en algunos casos, a contemplar el final de sus propias vidas (ya que, creen, terminar con sus vidas finalmente traería el fin de su sufrimiento).

         Por eso la celebración de hoy, la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, es una buena noticia: porque Jesús no sólo nos ha redimido del castigo del pecado, sino que nos ha abierto una vida más allá del sufrimiento: una vida en la que entramos precisamente a través del sufrimiento. Sí, la resurrección de Jesús es una cosa asombrosa; pero sería muy diferente si hubiera vivido una vida cómoda y plena y hubiera muerto a una edad avanzada por causas naturales, ¿verdad? Ciertamente estaríamos encantados de volver a verlo, pero ¿sería realmente la victoria que esperábamos? No, la resurrección de Jesús tiene un poder tan grande porque viene precisamente después de que sufrió horriblemente: él, el único hombre verdaderamente inocente que jamás haya vivido, sufrió todo el mal que el mundo podía producir y lo derrotó al resucitar de entre los muertos. Al hacerlo, nos demuestra que el sufrimiento en este mundo no carece de sentido; sino que, cuando es acogida y soportada en la inocencia del corazón, por amor a Dios y al prójimo, nos apresure por el camino que conduce a la vida más allá del sufrimiento que Jesús nos ha abierto.

         Esto es tan importante de decir en el mundo de hoy: ¿y por qué? Bueno, porque no fue suficiente para Jesús ser una “buena persona” a lo largo de su vida—alguien que trata de no lastimar a los demás y de lo contrario no crea problemas—y luego morir por causas naturales solo para resucitar. Más bien, tuvo que luchar con este mundo, y el sufrimiento infligido por el mal dentro de él, para abrirnos el camino hacia una vida más allá del sufrimiento. Note que esta afirmación no era para empujar hacia abajo el sufrimiento y vencerlo por su astucia o su poder; sino más bien permanecer puro dentro de él, para mostrar que incluso el peor sufrimiento que el mal en este mundo puede infligir no es rival para el poder de Dios.

         Hermanos míos, no proclamamos una salvación fácil. Más bien, proclamamos una salvación ganada para nosotros a través del sufrimiento: una salvación en la que participamos a través del sufrimiento. Y esta, como he dicho, es la gran verdad escondida bajo la superficie de la celebración de hoy: que si aceptamos los sufrimientos que nos llegan en esta vida—los sufrimientos diarios que experimentamos a causa de nuestros pecados, los que sufrimos simplemente porque este mundo se rompe, y muy especialmente los sufrimientos que nos llegan precisamente por ser discípulos de Jesús— …si aceptamos los sufrimientos que nos llegan en esta vida, entonces nos estamos uniendo más perfectamente a Cristo en su sufrimiento. Y cuando estamos unidos a Cristo en su sufrimiento, entonces estaremos unidos también a él en los frutos de su sufrimiento: la vida nueva más allá del sufrimiento que él nos ha abierto.

         Hermanos, es por esto que hemos asumido el sufrimiento voluntario durante los últimos cuarenta días: para recordarnos que el sufrimiento en este mundo no se debe evitar a toda costa, sino que, abrazado por amor a Dios y al prójimo, el sufrimiento nos une más perfectamente a Cristo y, así, nos prepara para experimentar la resurrección con él. Si han pasado bien estos cuarenta días, entonces celebren en alabanza y acción de gracias por la gracia de Dios que ha obrado en ustedes. Y si no han pasado bien estos días, entonces también deben alegrarse: porque los frutos de la resurrección de Cristo no son solo para aquellos que pueden reclamar “victoria” al final de estos cuarenta días, sino que es para todos los que todavía luchan por vivir la vida que Dios les ha llamado a vivir. Por estos digo, “¡Dios está de tu lado! Continúas luchando y encontrarás la gracia para vencer. ¡Tu fe será evidente en la lucha, y por la fe la vida más allá del sufrimiento que Cristo ha abierto para nosotros será tuya!”

         Esta verdad no podría ser más evidente para nosotros que aquí en esta Misa: en la que ofrecemos a Dios el sacrificio perfecto de su Hijo en acción de gracias por la salvación que su sufrimiento nos ganó. Por tanto, pongamos todo nuestro corazón en esta ofrenda: porque Cristo ha resucitado y nosotros tenemos vida en él.

Dado en la parroquia de San Pablo: Marion, IN – 17 de abril, 2022

Sunday, April 10, 2022

Nótate los misterios que viene esta semana

 Homilía: Domingo de los Ramos – Ciclo C

         Como mencioné anteriormente, en abril de 2015 tuve la bendita oportunidad de hacer una peregrinación a Tierra Santa. Fue una oportunidad para mí de dar gracias a Dios por las abundantes bendiciones que me habían llegado a lo largo de los primeros tres años de mi sacerdocio y especialmente por el don de la curación del cáncer que había recibido cinco años antes. Lo tomé como una peregrinación personal (en contraste con liderar un grupo de peregrinos) para poder experimentar verdaderamente la Tierra Santa como un peregrino.

         De los numerosos sitios bíblicos que visitamos, uno de los más poderosos fue caminar por la “Vía Dolorosa” o “Camino de los Dolores”, más comúnmente conocido por nosotros como el “Vía Crucis”. Allí, en el corazón de la ciudad vieja de Jerusalén, se conservan las 14 estaciones de la pasión de Jesús para que los peregrinos puedan recorrer el “camino” que Jesús recorrió hasta su crucifixión, muerte y sepultura. De hecho, las “estaciones de la cruz” que son comunes en casi todas las iglesias y capillas católicas hoy en día están allí debido a estas estaciones que se han conservado en Jerusalén para los peregrinos.

         Una vez que los turcos musulmanes tomaron posesión de Tierra Santa, no se permitió a los peregrinos seguir las estaciones y, finalmente, en el siglo XVII, el Papa Inocencio IX permitió que se erigieran estaciones en casas religiosas fuera de Tierra Santa y adjuntó la misma indulgencia para seguirlos como lo hizo para hacer la peregrinación en Jerusalén. Luego, en el siglo XVIII, el Papa Benedicto XIII extendió esa indulgencia a todos los fieles y su sucesor, Benedicto XIV, instruyó a los pastores a erigir estaciones en cada iglesia, donde fuera posible, para que esta devoción pudiera extenderse ampliamente. Sin embargo, dejando de lado todos esos detalles, probablemente puedas imaginar que fue realmente algo especial caminar por las estaciones originales en Jerusalén.

         Comenzamos nuestra oración en el pretorio, donde Jesús se paró ante Pilato y fue sentenciado a muerte. Allí celebramos Misa en una iglesia erigida justo al lado del lugar donde tuvo lugar el “juicio” de Jesús. Luego comenzamos nuestro viaje, por las calles de la antigua Jerusalén, hasta la colina del Calvario. Lo que inmediatamente me llamó la atención fue que, mientras caminábamos por estas calles, tratando piadosamente de orar y meditar sobre la pasión de nuestro Señor, la gente se ocupaba de sus asuntos diarios. De hecho, muchos vendedores nos estaban llamando tratando de vendernos recuerdos en el camino. Al principio, me desanimó; pero luego vi una conexión.

         Verá, cuando Jesús fue condenado a muerte, fue el viernes por la tarde antes de la Pascua (que comenzó a la puesta del sol). En Jerusalén habría habido miles de personas bulliciosas preparándose para celebrar la fiesta. Algunas de estas personas probablemente no tenían idea de quién era Jesús o por qué estaba siendo condenado. Algunos, tal vez, habían escuchado los "hosannas" durante su entrada, pero pensaron: "Aquí hay otro ‘flor de un día’, que pretende ser 'rey'". Así, mientras Jesús caminaba por las calles, cargando su cruz, muchos probablemente negaron con la cabeza y suspiraron resignados; y luego volvieron a lo que fuera que estaban haciendo. Tal vez incluso hubo vendedores que tenían ciertos productos que intentaron que los "miradores boquiabiertos de las ejecuciones" compraran mientras se realizaban estas procesiones. De todos modos, está claro que la convicción y ejecución de Jesús no hizo que el mundo a su alrededor se detuviera, aunque su cumplimiento cambiaría el mundo.

         Así, la Semana Santa nos supone un desafío. A menos que seas sacerdote o trabajes para la Iglesia Católica, tu semana probablemente no girará en torno a la próxima Pasión de Cristo. Sin embargo, esta semana debe ser de alguna manera diferente para nosotros. Cada uno de nosotros tiene que ser intencional en romper nuestra rutina para notar y entrar en los eventos que conducen a los misterios que celebramos al final de esta semana: la Última Cena, la Pasión y Muerte de Cristo, el silencio del sepulcro, y por supuesto, la Resurrección. Tal vez pueda tomarse el tiempo para leer los pasajes del Evangelio para la Misa de cada día esta semana o para detenerse y hacer una visita al Santísimo Sacramento todos los días. Elijas lo que elijas, elige algo que, mientras pasas por las cosas rutinarias que tu semana exige de ti, te haga dar un paso atrás y darte cuenta de lo que está sucediendo: los grandes misterios de nuestra salvación que se nos están re-presentando.

         Mis hermanos y hermanas, si pueden hacer esto esta semana, habrán terminado bien la Cuaresma; y la alegría de la Pascua, la alegría de sentirse resucitado con Cristo, será suya.

Dado en la parroquia de San Pablo: Marion, IN – 9 de abril, 2022

Dado en la parroquia de Nuestra Senora de los Lagos: Monticello, IN y en la parroquia de Nuestra Senora del Carmen: Carmel, IN – 10 de abril, 2022

Notice the mysteries this week

 Homily: Passion Sunday (Palm Sunday) – Cycle C

As I’ve mentioned previously, in April of 2015 I had the blessed opportunity to make a pilgrimage to the Holy Land.  It was an opportunity for me to give thanks to God for the abundant blessings that had come to me throughout the first three years of my priesthood and especially for the gift of healing from cancer that I had received five years earlier.  I took it as a personal pilgrimage (in contrast to leading a group of pilgrims) so I could truly experience the Holy Land as a pilgrim.

Of the numerous biblical sites that we visited, one of the more powerful was walking the “Via Dolorosa” or the “Way of Sorrows”, more commonly known to us as the “Way of the Cross”.  There, in the heart of the old city of Jerusalem, is preserved the 14 stations of Jesus’ passion so that pilgrims can walk the “way” that Jesus walked to his crucifixion, death, and burial.  In fact, the “stations of the cross” that are common in nearly every Catholic church and chapel today are there because of these stations that had been preserved in Jerusalem for pilgrims.

Once the Moslem Turks had taken possession of the Holy Land, pilgrims were not allowed to follow the stations and so, eventually, in the 17th century, Pope Innocent IX allowed stations to be erected in religious houses outside of the Holy Land and he attached the same indulgence to following them as he did to making the pilgrimage in the Jerusalem.  Then, in the 18th century, Pope Benedict XIII extended that indulgence to all the faithful and his successor, Benedict the XIV, instructed pastors to erect stations in every church, where possible, so that this devotion could spread widely.  All those details aside, however, you can probably imagine that it was truly something special to walk the original stations in Jerusalem.

We began our prayer at the praetorium, where Jesus stood before Pilate and was sentenced to death.  We celebrated Mass there in a church erected just beside the location where the “trial” of Jesus took place.  Then we set off on our journey, down the streets of Old Jerusalem, to the hill of Calvary.  What immediately struck me was that, while we were walking down these streets, piously trying to pray and meditate on our Lord’s passion, people were going about their daily business.  In fact, many vendors were calling out to us trying to sell us souvenirs along the way.  At first, I was put off by it; but then I saw a connection.

You see, when Jesus was condemned to death, it was on the Friday afternoon before the Passover (which began at sundown).  In Jerusalem there would have been thousands of people bustling around preparing to celebrate the feast.  Some of these folks probably had no idea who Jesus was or why he was being condemned.  Some, perhaps, had heard the “hosannas” during his entrance but thought, “Here’s another ‘flash in the pan’, purporting to be ‘king’”.  Thus, as Jesus walked along the streets, carrying his cross, many probably shook their heads and sighed in resignation then went back to whatever it was that they were doing.  Perhaps there were even vendors who had some certain wares that they tried to get the “execution gapers” to buy as these processions took place.  Regardless, it’s clear that Jesus’ conviction and execution didn’t cause the world around him to stop, even though its fulfillment would change the world.

Thus, Holy Week challenges us.  Unless you’re a priest or work for the Catholic Church, your week this week probably isn’t going to revolve around the coming Passion of Christ.  Nevertheless, this week must somehow be different for us.  We each have to be intentional about breaking our routine to notice and enter into the events leading up to the mysteries that we celebrate at the end of this week: the Last Supper, the Passion and Death of Christ, the silence of the tomb, and, of course, the Resurrection.  Perhaps you can take time to read through the Gospel passages for each day’s Mass this week or to stop and make a visit to the Blessed Sacrament each day.  Whatever you may choose, choose something that, while you go through the routine things that your week demands of you, will cause you to step back and notice the thing that is happening: the great mysteries of our salvation that are being re-presented to us.

My friends, if you can do this this week, you’ll have finished Lent well; and the joy of Easter—the joy of feeling resurrected with Christ—will be yours.

Given in Spanish at St. Paul Parish: Marion, IN – April 9th, 2022

Given in Spanish at Our Lady of the Lakes Parish: Monticello, IN and Our Lady of Mt. Carmel Parish: Carmel, IN – April 10th, 2022

Sunday, April 3, 2022

Not an accuser, but a merciful judge

 Homily: 5th Sunday in Lent – Cycle C

         Friends, during the first three weeks of Lent, we have been reminded of our need to examine ourselves, to acknowledge the sin we have committed and the good we have failed to do, and to repent.  Last week, as we celebrated Laetare Sunday, we turned to focus on our merciful God.  As we recounted the parable of the prodigal son, we heard of the merciful God who never stops loving us, even if we turn our backs on Him.  This week we take a step further in our journey towards Easter and we are called to recognize in Jesus our merciful Judge.  To see this fully, however, we have to understand something of the evil one who is working against us.

         Satan is identified by many things throughout the Scriptures—the father of lies, for example.  Today we are invited to recognize him as “the accuser”: the one who constantly accuses us of wrongdoing before God so as to have us condemned.  He is the accuser because, having definitively turned his back on God, he has no chance for reconciliation.  Therefore, he is wrathfully jealous of us who, though we have sinned against God, nonetheless can still be reconciled to Him.  In his anger and jealousy, he strives both to turn us definitively from God and, when he can’t accomplish that, to accuse us constantly before God so as to provoke God’s wrath against us.

         Here’s the thing, though: Satan knows how God works.  He knows that God is a merciful Judge who will receive lovingly any of His children who turn back to Him and seek His mercy.  Thus, Satan knows that his accusations won’t be able to provoke God’s wrath.  Yet, he does it anyway.  Why?  Because he knows us, as well.  He knows how prone that we are to defeat ourselves with guilt and shame and so he accuses us so as to tempt us to hide ourselves from God for fear that He would see our shamefulness and condemn us for having offended Him.  Because of pride, we often give in to this temptation and hide ourselves from God.  Our Scriptures today remind us, however, that this temptation is filled with lies.

         In the first reading, Isaiah the prophet declares this on behalf of God: “Remember not the events of the past, the things of long ago consider not; see, I am doing something new!”  The Israelites had sinned against God and so were exiled from their native land.  After this time of penance and purification, God did not want them dwelling on their past failures, accusing themselves over and over again.  Rather, as He prepared them to return to their homeland, He urged them to leave off the past and to embrace the new life that He was giving them.  In other words, He did not return to accuse them of their past sins; but rather, after they had shown themselves repentant, He sought to restore them fully to life in the land that He promised to their forefathers.

         In the Gospel reading, we see this dynamic even more clearly.  In it, the scribes and the Pharisees are acting as “satans”, bringing forward a woman caught committing adultery and accusing her before Jesus.  They are ready to kill her by stoning, but first wish to use this opportunity to test Jesus and His teaching.  Jesus stands in the midst of this as the merciful Judge.  He makes no accusations.  Rather, He invites the scribes and the Pharisees to look beyond the moment and to consider how they, too, might be judged one day.  Then, when the accusers turn away, Jesus turns to the woman and says, “Woman, where are they? Has no one condemned you?”  After the woman acknowledges that none of her accusers remain, Jesus, the truly sinless one who had every right to accuse and condemn her, says, “Neither do I condemn you. Go, and from now on do not sin any more”.

         It is true that this woman (and the man with whom she committed adultery) deserved punishment for her sin.  All the more powerful, therefore, that Jesus did not condemn her, but rather forgave her.  In that moment, Jesus saw a woman full of shame for her sin and intent on repentance.  He did not return to her past to accuse her, but rather stayed with her in the present and encouraged her to go forward into the future without sin.  In doing so, Jesus reveals to us a great truth: God is only concerned with our past in as much as we have acknowledged our sin and have repented.  Once we have done that, He is only concerned with where we are now, in the present, and to where we are going: “Neither do I condemn you,” Jesus said to the woman, “Go, and from now on do not sin any more”.

         Friends, this teaching encapsulates the work that we are called to do during Lent: to acknowledge our sins and turn away from them, leaving them in the past so that, making ourselves a pure offering to God in union with His Son at Easter, we may continue to walk forward towards the eternal life to which he has called us.  In our pride, we are often tempted to continue to condemn ourselves—and Satan, the accuser, is always happy to help us do that—but we must resist that temptation.  God does not wish to accuse us, but rather to forgive us, so as to save us from the harsh judgment that would come should we cling foolishly to our sins.  This season of Lent is our reminder and encouragement to present ourselves humbly before God.

         Saint Paul is an example for us.  In the second reading, Saint Paul speaks of how he turned away from his past sinfulness and is now intent on pursuing the eternal life promised to him through Jesus and His resurrection.  Having received forgiveness for his past sins, Saint Paul no longer dwells on them.  Listen again to what he said: “Brothers and sisters, I for my part do not consider myself to have taken possession. Just one thing: forgetting what lies behind but straining forward to what lies ahead, I continue my pursuit toward the goal, the prize of God’s upward calling, in Christ Jesus”.  Friends, this is the work of Lent: to forget what lies behind and look forward to the life of the resurrection to which God has called us through Jesus Christ.

         Therefore, in these last two weeks of Lent, let us take courage to come before Jesus in humility, acknowledging our sins, trusting that we will find in Him not an accuser, but rather a merciful Judge.  This will make us ready to leave our sins in the past and to press forward to the life of the resurrection; ready also to make of ourselves a pleasing offering to God, in union with the eternal offering of Jesus, His Son.  It is this very same offering that we encounter here at this altar.

         May our offering of thanks today, and the grace poured out to us from this altar, strengthen us to complete this good work.

Given in Spanish at St. Joseph Parish: Delphi, IN – April 3rd, 2022

No un acusador, sino un juez misericordioso

 Homilía: 5º Domingo en la Cuaresma – Ciclo C

         Hermanos, durante las primeras tres semanas de Cuaresma, se nos ha recordado la necesidad de examinarnos a nosotros mismos, reconocer el pecado que hemos cometido y el bien que hemos dejado de hacer, y arrepentirnos. La semana pasada, mientras celebramos el domingo de Laetare, nos enfocamos en nuestro Dios misericordioso. Mientras contábamos la parábola del hijo pródigo, escuchamos del Dios misericordioso que nunca deja de amarnos, aunque le demos la espalda. Esta semana damos un paso más en nuestro camino hacia la Pascua y estamos llamados a reconocer en Jesús a nuestro Juez misericordioso. Sin embargo, para ver esto completamente, tenemos que entender algo del maligno que está obrando contra nosotros.

         Satanás es identificado por muchas cosas a lo largo de las Escrituras—por ejemplo, el padre de la mentira. Hoy estamos invitados a reconocerlo como “el acusador”: el que constantemente nos acusa de hacer el mal ante Dios para hacernos condenar. Es el acusador porque, habiendo dado definitivamente la espalda a Dios, no tiene posibilidad de reconciliación. Por lo tanto, está furiosamente celoso de nosotros que, aunque hemos pecado contra Dios, aún podemos reconciliarnos con Él. En su ira y sus celos, se esfuerza tanto en apartarnos definitivamente de Dios como, cuando no puede lograrlo, en acusarnos constantemente ante Dios para provocar la ira de Dios contra nosotros.

         Sin embargo, aquí está la cosa: Satanás sabe cómo trabaja Dios. Sabe que Dios es un Juez misericordioso que recibirá amorosamente a cualquiera de Sus hijos que se vuelva a Él y busque Su misericordia. Así, Satanás sabe que sus acusaciones no podrán provocar la ira de Dios. Sin embargo, lo hace de todos modos. ¿Por qué? Porque él también nos conoce. Él sabe cuán propensos somos a vencernos con la culpa y la vergüenza y por eso nos acusa para tentarnos a escondernos de Dios por temor a que Él vea nuestra vergüenza y nos condene por haberlo ofendido. Por orgullo, muchas veces cedemos a esta tentación y nos escondemos de Dios. Nuestras Escrituras de hoy nos recuerdan, sin embargo, que esta tentación está llena de mentiras.

         En la primera lectura, el profeta Isaías declara esto en nombre de Dios: “No recuerden lo pasado ni piensen en lo antiguo; yo voy a realizar algo nuevo”. Los israelitas habían pecado contra Dios y por eso fueron exiliados de su tierra natal. Después de este tiempo de penitencia y purificación, Dios no ha querido que se detengan en sus fracasos pasados, acusándose una y otra vez. Más bien, mientras los preparaba para regresar a su patria, los instó a dejar el pasado y abrazar la nueva vida que les estaba dando. En otras palabras, Él no volvió para acusarlos de sus pecados pasados; sino que, después de que se habían mostrado arrepentidos, procuró restaurarlos plenamente a la vida en la tierra que prometió a sus antepasados.

         En la lectura del Evangelio, vemos esta dinámica aún más claramente. En ella, los escribas y los fariseos actúan como “satanes”, presentando a una mujer sorprendida en adulterio y acusándola ante Jesús. Están listos para matarla apedreándola, pero primero desean aprovechar esta oportunidad para probar a Jesús y sus enseñanzas. Jesús está en medio de esto como el Juez misericordioso. No hace acusaciones. Más bien, invita a los escribas y fariseos a mirar más allá del momento y considerar cómo ellos también podrían ser juzgados algún día. Entonces, cuando los acusadores se alejan, Jesús se vuelve hacia la mujer y dice: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?” Después de que la mujer reconoce que no queda ninguno de sus acusadores, Jesús, el verdaderamente sin pecado que tenía todo el derecho de acusarla y condenarla, dice: “Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar”.

         Es cierto que esta mujer (y el hombre con quien cometió adulterio) merecían el castigo por su pecado. Tanto más poderoso, por lo tanto, que Jesús no la condenó, sino que la perdonó. En ese momento, Jesús vio a una mujer llena de vergüenza por su pecado y decidida a arrepentirse. No volvió a su pasado para acusarla, sino que se quedó con ella en el presente y la animó a avanzar hacia el futuro sin pecado. Al hacerlo, Jesús nos revela una gran verdad: Dios solo se preocupa por nuestro pasado en la medida en que hayamos reconocido nuestro pecado y nos hayamos arrepentido. Una vez hecho esto, a Él sólo le importa dónde estamos ahora, en el presente, y hacia dónde vamos: “Tampoco yo te condeno”, le dijo Jesús a la mujer, “Vete y ya no vuelvas a pecar”.

         Hermanos, esta enseñanza resume el trabajo que estamos llamados a hacer durante la Cuaresma: reconocer nuestros pecados y alejarnos de ellos, dejándolos en el pasado para que, haciéndonos una ofrenda pura a Dios en unión con su Hijo en Pascua, podamos sigamos caminando hacia la vida eterna a la que él nos ha llamado. En nuestro orgullo, frecuentemente somos tentados a seguir condenándonos a nosotros mismos—y Satanás, el acusador, siempre está feliz de ayudarnos a hacerlo—pero debemos resistir esa tentación. Dios no quiere acusarnos, sino perdonarnos, para salvarnos del duro juicio que vendría si nos aferráramos tontamente a nuestros pecados. Este tiempo de Cuaresma es nuestro recordatorio y aliento para presentarnos humildemente ante Dios.

         San Pablo es un ejemplo para nosotros. En la segunda lectura, San Pablo habla de cómo se alejó de su pasado pecaminoso y ahora tiene la intención de buscar la vida eterna que le prometió a través de Jesús y Su resurrección. Habiendo recibido el perdón de sus pecados pasados, San Pablo ya no se detiene en ellos. Vuelva a escuchar lo que dijo: “No, hermanos, considero que todavía no lo he logrado [la vida de la resurrección]. Pero eso sí, olvido lo que dejó atrás, y me lanzo hacia adelante, en busca de la meta y del trofeo al que Dios, por medio de Cristo Jesús, nos llama desde el cielo”. Hermanos, esta es la obra de la Cuaresma: olvidar lo que queda atrás y mirar hacia la vida de resurrección a la que Dios nos ha llamado por medio de Jesucristo.

         Por eso, en estas dos últimas semanas de Cuaresma, animémonos a acercarnos a Jesús con humildad, reconociendo nuestros pecados, confiando en que encontraremos en Él no un acusador, sino un Juez misericordioso. Esto nos preparará para dejar nuestros pecados en el pasado y avanzar hacia la vida de la resurrección; dispuestos también a hacer de nosotros mismos una ofrenda agradable a Dios, en unión con la ofrenda eterna de Jesús, su Hijo. Es esta misma ofrenda la que encontramos aquí en este altar.

         Que nuestra ofrenda de acción de gracias de hoy, y la gracia derramada sobre nosotros desde este altar, nos fortalezcan para completar esta buena obra.

Dado en la parroquia de San Jose: Delphi, IN – 3 de abril, 2022