Homilía: 30º Domingo en el Tiempo Ordinario – Ciclo C
Hermanos, hoy nuestras Escrituras nos
presentan estas maravillosas palabras de consuelo: que Dios es un Dios de
justicia y que escucha el clamor de los oprimidos. Él escucha de buen grado al
que le sirve y “no está lejos de sus fieles”. De hecho, la Escritura dice (en
un lenguaje maravillosamente poético), “La oración del humilde atraviesa las
nubes, y mientras él no obtiene lo que pide, permanece sin descanso y no
desiste, hasta que el Altísimo lo atiende y el justo juez le hace justicia”.
Curiosamente, sin embargo, lo que este pasaje no afirma directamente es ¿cómo
atiende el Altísimo la oración del humilde? En otras palabras, ¿cómo lo hace?
Esta es una pregunta importante porque
la respuesta que le demos tendrá un impacto profundo en cómo pensamos acerca de
Dios. Lo que quiero decir es esto: muchas personas creen que Dios es bueno y
que, por lo tanto, cuando a las personas buenas les suceden cosas malas, Dios
debe responder y restaurar a esa persona buena lo que se había perdido. Estas
mismas personas también creen que un Dios bueno no debe permitir que les
sucedan cosas malas a las personas buenas y que debe hacer que sea imposible
ser injusto. Debido a que estas personas esperan todas estas cosas, pierden la
fe en Dios cuando parece que él no responde de esta manera. Todos conocemos
personas que han hecho este argumento, ¿verdad? “No puedo creer en un dios que
dice ser bueno y todopoderoso y, sin embargo, permite que sucedan cosas tan
malas, especialmente cuando les suceden a las personas buenas”. Sin embargo, lo
que estas personas no preguntan es: “¿Qué pasa si me equivoco acerca de lo que
espero que Dios haga?” Entonces, es importante que nos preguntemos: “Cuando
Dios ‘atiende la oración del humilde’, ¿cómo lo hace?”
Hermanos, la respuesta que Dios parece
mostrarnos es esta: Dios “atiende la oración del humilde” cuando nos da poder
para permanecer fieles a pesar de la oposición y la tentación de la depravación
de los demás. Quizás, en la superficie, esto no suena como una buena respuesta.
“Dios, quien es todopoderoso y ama la justicia, va a usar su omnipotente poder
para vencer la injusticia dándonos el poder de perseverar en actuar con
justicia en el mundo, incluso mientras los que no creen en él continúan
perpetuando injusticia." Incluso mientras digo estas palabras, no suenan
muy convincentes. Sin embargo, creo que cuando miramos un poco más profundo,
podemos ver que esta es en realidad una respuesta mejor.
Tomemos un momento para recordar que Dios
no solo es todopoderoso, sino que también lo sabe todo. Esto significa, por
supuesto, que no solo sabe todo lo que ha sucedido y está sucediendo en todo el
universo (incluso nuestros pensamientos más secretos), sino que sabe todo lo
que sucederá. Esto significa que él ve el fin último de todos nuestros
pensamientos y acciones en el mundo. También sabe que creó este mundo como un
medio para que lo conozcamos, lo amemos y lo sirvamos en preparación para la
vida eterna con él. Por lo tanto, su objetivo al actuar en este mundo no es
eliminar la injusticia (aunque él sí lo quiere), sino que cada uno de nosotros
persevere en servirlo para que ninguno de nosotros pierda el don de la vida
eterna. Sabe que, si todos en el mundo perseveraran en servirlo (es decir,
actuando con justicia), esa injusticia sería eliminada; pero ese no es el
objetivo: el objetivo es que todos reciban el don de la vida eterna.
Bajo esta luz, parece tener más sentido
que Dios nos dé poder para permanecer fieles frente a la oposición y la
tentación de la depravación de los demás. Más evidencia de esto está en nuestra
segunda lectura de hoy. San Pablo, escribiendo a san Timoteo, exalta la gracia
de Dios que le ha hecho posible perseverar en el anuncio del Evangelio de
Jesucristo a pesar de la gran oposición. Él escribió: “El Señor estuvo a mi
lado y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara claramente el
mensaje de salvación y lo oyeran todos los paganos”. Ahora, al final de su
vida, confía en que recibirá de Dios la “corona merecida”, es decir, la
recompensa por la fidelidad, que es la vida eterna. /// Dios nos escucha cuando
clamamos a él en nuestra necesidad; y él responde dándonos la gracia (es decir,
el poder) para permanecer fieles para que no perdamos la recompensa de la vida
eterna. ///
Bien, reconociendo que “los caminos de
Dios no son mis caminos” y aceptando que la gracia de permanecer fiel es una
respuesta sabia a la injusticia que experimentamos, ¿cuál debería ser nuestra
respuesta? La parábola del evangelio de hoy nos muestra que nuestra respuesta
debe ser la “humildad”.
En la parábola, Jesús nos muestra que
el peligro de recibir la gracia de permanecer fieles es que nos volvamos
orgullosos y santurrones. El fariseo reconoce la gracia de Dios que le permitió
obedecer los mandamientos y todos los preceptos de la Ley de Moisés. Sin
embargo, menospreciaba a los que todavía luchaban contra el pecado como si Dios
lo hubiera privilegiado sobre los demás y, por lo tanto, esos otros fueran
personas menores a los ojos de Dios. Por el contrario, el publicano reconoce su
fracaso en vivir en la gracia de Dios y suplica por su misericordia. No trata
de excusar su pecado o de acusar a los fariseos de tenerlo “más fácil” que él.
Así, según Jesús, el que es justo a los ojos del mundo se va a casa condenado
por su soberbia, mientras que el que es injusto a los ojos del mundo se va a
casa justificado por su humildad.
Por tanto, mientras clamamos a Dios
para ser librados de toda la injusticia del mundo y especialmente de las
injusticias que sufrimos, y mientras recibimos de Dios la gracia de permanecer
fieles en medio de la opresión y la tentación de participar en conductas
pecaminosas, debemos permanecer vigilantes contra la tentación del orgullo y la
arrogancia. Una señal de que estamos cayendo en la arrogancia es cuando
empezamos a distanciarnos de los demás. El fariseo, en su oración, daba gracias
porque “no era como él” (es decir, el
publicano). Se identificó a sí mismo como fundamentalmente diferente al
publicano, distanciándose así de él. Lo que el fariseo debería haber hecho era
orar por él, acercándolo así espiritualmente, ya que reconoce en el publicano
la debilidad fundamental de la naturaleza humana que él mismo comparte.
Bien, dicho todo esto, ¿hay alguna
lección simple que podamos aprender hoy? Creo que la respuesta es “sí”. Al dar
gracias hoy porque Dios escucha las oraciones de aquellos que se esfuerzan por
servirlo, nuestra tarea es doble: orar y amar. “Orar” es obvio. Si creemos que
Dios escucha nuestras oraciones, nunca debemos dejar de acudir a él en oración.
“Amar” también es obvio, pero su aplicación tiene matices. En particular,
estamos llamados a amar al justo y al injusto, al fiel y al que todavía está
sumido en el pecado (y a todos los que están en el medio). Esta segunda parte
nos mantiene humildes al empujarnos a estar cerca de todos y a orar por
aquellos que luchan por permanecer fieles (o que han renunciado por completo a
la fidelidad), reconociendo en ellos nuestra propia debilidad e incapacidad
para servir fielmente a Dios sin su gracia.
Por tanto, volvamos a comprometernos
hoy a vivir esta sencilla fórmula de santidad: orar y amar. Al hacerlo, también
nosotros podemos llegar al final de nuestra vida y poder decir, con san Pablo,
que hemos “luchado bien”, “corrido hasta la meta” y “perseverado en la fe”. Y
demos gracias por la gracia de permanecer fieles, puesta a nuestra disposición
por el sacrificio de Jesús, que ofrecemos a Dios aquí en este altar.
Dado en la parroquia de
San Pablo: Marion, IN – 22 de octubre, 2022
Dado en la parroquia de
Nuestra Señora de los Lagos: Monticello, IN y la parroquia de Nuestra Señora
del Carmen: Carmel, IN – 23 de octubre, 2022
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