Homilía: 1º Domingo en el Adviento – Ciclo C
Hace un par de semanas, escuchamos
lecturas que describían cómo sería cuando el tiempo llegue a su fin y Dios haga
su juicio final sobre el mundo. Recuerdo que ninguno de nosotros pensó que
sonara como una fiesta. El profeta Daniel lo llamó “un tiempo de angustia, como
no lo hubo desde el principio del mundo.” Jesús mismo dijo que “Cuando lleguen
aquellos días, después de la gran tribulación, la luz del sol se apagará, no
brillará la luna, caerán del cielo las estrellas y el universo entero se
conmoverá.” En otras palabras, será un tiempo en el que el mundo entero
parecerá estar colapsando y desmoronándose (¡porque, en realidad, así será!).
Sé que, durante las últimas cuatro
semanas, muchos de ustedes han estado preocupados por las promesas que ha hecho
nuestro presidente electo de deportar a todas las personas que se encuentran en
este país ilegalmente. También sé que, incluso si están aquí legalmente, hay
mucho miedo de que puedan verse atrapados en estas deportaciones. Tal vez, si
son como yo, simplemente tengan miedo del trauma que cualquiera de estos
esfuerzos pueda causar a las personas y las familias. En general, puede parecer
que estas son señales de que el mundo que nos rodea se está derrumbando y que
el juicio final está a punto de ocurrir. Ninguna de estas cosas es agradable de
pensar, así que no culparía a ninguno de ustedes si pasaran mucho tiempo
tratando de no pensar en ello.
Sin embargo, en un nivel u otro, todos
sabemos que, cuando es inevitable que algo suceda y que nos afectará
negativamente si no hacemos nada, entonces debemos pensar en ello para poder
prepararnos: ya sea para minimizar el efecto negativo o para evitarlo por
completo. Aquellos de ustedes que tienen miedo de que la vida que han
construido aquí se derrumbe en un momento, están pensando en lo que harán si
eso se convierte en realidad. Rezo para que ninguno de ustedes tenga que
enfrentarse a esa realidad. Ni siquiera quiero imaginarla y estoy seguro de que
ninguno de ustedes tampoco. Pero prepararse para esa posibilidad es la manera de
estar listos para enfrentar esa realidad, si llegase a suceder.
En la lectura del Evangelio de hoy,
puede parecer que Jesús está utilizando exactamente el mismo tipo de
“alarmismo”. Hemos escuchado cómo dijo a sus discípulos: “Habrá señales
prodigiosas en el sol, en la luna y en las estrellas. En la tierra, las
naciones se llenarán de angustia y de miedo por el estruendo de las olas del
mar; la gente se morirá de terror y de angustiosa espera por las cosas que
vendrán sobre el mundo, pues hasta las estrellas se bambolearán. Entonces verán
venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad.” Esto suena
muy parecido a la imagen aterradora del juicio final que pintó en nuestra
lectura del Evangelio de hace dos semanas. Esto suena como si Jesús quisiera
que tuviéramos miedo de ese día.
Sin embargo, las siguientes palabras de
Jesús corrigen esa idea, pues dice: “Cuando estas cosas comiencen a suceder,
pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación.”
Jesús quiere que seamos muy conscientes de lo mal que se verá la situación el
día del juicio final, porque no quiere que pasemos por alto el hecho de que ese
día será nuestro día de liberación: ¡nuestro día de victoria! “Mientras el
resto del mundo se encoge de miedo en ese día”, parece decir Jesús, “ustedes
deben mantenerse firmes, porque será el día de mi regreso, en el que los
reuniré a todos a mí”.
¡Qué bendición! Jesús no quiere que
estemos perdidos en el día del juicio final y por eso nos ha revelado cómo será
ese día, para que interpretemos esas señales correctamente y respondamos tal
como él nos ha instruido. Para hacerlo, sin embargo, debemos permanecer
vigilantes. Por eso, Jesús, en la segunda parte de la lectura de hoy, exhorta a
sus discípulos (y a nosotros a través de ellos) a cuidarnos de la “sopor” de
enredarnos demasiado con las cosas de este mundo. Jesús sabe que las ansiedades
de la vida diaria (es decir, asegurarnos de tener comida, ropa y techo), junto
con las tentaciones hacia el consumo excesivo que ofrece nuestra sociedad
moderna, pueden hacernos perder de vista el hecho de que el día del juicio
final está llegando y, por lo tanto, no estar preparados para cuando llegue. Si
no estamos vigilantes, es decir, no esperamos atentamente ese día y, por lo
tanto, no estamos preparados, perderemos nuestra liberación y sufriremos la
separación eterna de Dios. Si estamos vigilantes, es decir, sin perder de vista
que estamos marchando constantemente hacia ese día, nos mantendremos preparados
para ese día y, así, recibiremos la recompensa de nuestra vigilancia: la paz
eterna con Dios.
Por eso, hermanos míos, volvemos a este
tiempo de Adviento para recordarnos la necesidad de permanecer vigilantes y
centrarnos una vez más en asegurarnos de que todo nuestro ser—es decir, nuestro
corazón, nuestra alma, nuestra mente y nuestra fuerza—esté preparado para la
venida del Señor: no sólo para celebrar su primera venida, sino para su regreso
en el día del juicio final. Al igual que la Cuaresma, el Adviento es un tiempo
de preparación: de poner las cosas en orden, de recoger lo necesario y de
descartar lo que es una carga. Por eso, el Adviento se convierte en un tiempo
muy apropiado para celebrar el sacramento de la Reconciliación y ayunar de
aquellas cosas que nos distraen de la oración y que nos hacen egoístas: es
decir, las cosas que nos entorpecen ante las cosas de Dios y nos impiden vivir
diligentemente nuestro discipulado en nuestra vida diaria. El Señor sabe lo
difícil que es esto hoy, dado el materialismo y el consumismo que ha llegado a
caracterizar la “Navidad secular”. Sin embargo, esta es una razón más para
emprender este trabajo: porque la dificultad del trabajo servirá para hacernos
más fuertes y, así, más preparados para el día del regreso de Cristo.
Hermanos, la manera más fácil de
comenzar este trabajo es hacer tiempo para el silencio. Cada día estamos
rodeados de ruido: radio, televisión, redes sociales, notificaciones, etc. Este
ruido nos distrae y nos dificulta permanecer vigilantes. Mi recomendación es
que te comprometas a pasar un tiempo en silencio cada día durante este
Adviento: sin radio, sin televisión, sin redes sociales y sin notificaciones.
Apágalo todo y esfuérzate por sentarte y permitirte tomar conciencia de Dios,
presente contigo en ese momento, y tomar conciencia de ti mismo, es decir, de
lo que está sucediendo dentro de ti, para que puedas hacer que todo tu ser esté
presente ante Dios. Comienza con algo pequeño: tal vez solo diez minutos al
día, cada día, y luego aumenta un poco cada semana de Adviento. Este
recordatorio intencional te ayudará a permanecer consciente de Dios durante
todo el día, expandiendo así tu vigilancia y aumentando tu preparación para su
venida. No es muy complicado, pero tampoco será muy fácil. Sin embargo, Dios te
ayudará si te entregas a este trabajo.
Por eso, hermanos míos, asumamos con
confianza esta buena obra del Adviento y, así, preparémonos dignamente para su
venida. Y démosle gracias en esta Misa: gracias porque está con nosotros
también ahora y nos fortalece con su vida divina para esta buena obra. Así
fortalecidos, podemos estar alegres ante toda adversidad: porque en cada una de
ellas podemos ver un anticipo del día de nuestra victoria, cuando Cristo
aparecerá y nos encontrará a atención, con cabezas levantadas, dispuestos a
entrar con Él en su gloria. María, nuestra Madre, nos acompaña en esta buena
obra. Por su intercesión, que Dios, que está comenzando en nosotros esta buena
obra, la lleve a cumplimiento.
Dado en la parroquia de
San Jose: Rochester, IN – 1 de diciembre, 2024
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