Homilía: 2º Domingo en el Adviento – Ciclo C
Al principio de la pandemia, empezamos
a describir nuestras conductas como una “nueva normalidad”. Poco después, yo
mismo y muchos otros empezamos a ver una oportunidad en esta forma de pensar.
Mientras muchos en los medios decían que la “nueva normalidad” implicaba
restricciones de movimiento, distanciamiento social y otras limitaciones, yo
empecé a preguntarme si la “nueva normalidad” podría ser en realidad una
“normalidad mejor”, una en la que, a pesar de las limitaciones, nosotros, como
sociedad humana, fuéramos mejores que antes.
Menciono esto hoy porque nuestras
lecturas sugieren que el Adviento es un tiempo para mirar hacia una “normalidad
mejor” y esperar que llegue. Nuestra primera lectura, del libro del profeta
Baruc, describe la profecía en la que se le dice al pueblo elegido de Dios
(representado por la ciudad de Jerusalén) que, después de un tiempo de
sufrimiento (que fue el exilio en Babilonia), serán restaurados como pueblo en
su propia tierra. Sin duda, esto fue notable en sí mismo. Los israelitas en el
exilio habían perdido la esperanza durante mucho tiempo de regresar a su tierra
natal, por lo que esta profecía debe haber sido una sorpresa para ellos: una
que los llenó de gran alegría.
Sin embargo, la profecía continúa
describiendo cómo la restauración de los israelitas a su tierra natal no sería
simplemente una restauración de la “vieja normalidad”—es decir, la “normalidad”
que disfrutaban antes del exilio—sino que sería una “nueva normalidad”, una
“normalidad mejor”: una transformación en un pueblo cuyo prestigio y gracia se
convertirían en objeto de admiración para todos los pueblos del mundo. Esto se
simbolizaría con la concesión de un nuevo nombre a la ciudad representativa,
Jerusalén. Ya no sería conocida como “fundamento de paz”, sino más bien como
“Paz en la justicia y gloria en la piedad”: nombres que indican que el
fundamento de la paz es la justicia, y que la gloria de la justicia es la
verdadera piedad a Dios, que Dios quería restaurar al restaurar a su pueblo a
su tierra natal.
Tal vez el punto más importante de esta
restauración—el establecimiento de lo “nuevo”, es decir, de la “mejor
normalidad”—es la motivación que la impulsa. Aunque la lectura no indica
explícitamente por qué Dios había decidido llevar a cabo esta restauración,
parece indicar que es por su misericordia—es decir, su “sufrimiento de
corazón”—hacia su pueblo elegido. En otras palabras, su motivación no es que
los israelitas demostraran ser dignos, cosa que no habían demostrado, sino que,
al ver su arrepentimiento, los había visto sufrir lo suficiente y, por lo
tanto, deseaba poner fin a su sufrimiento y hacer de ellos un signo
resplandeciente de su amor y misericordia para todo el mundo.
Hermanos, es importante que escuchemos
este mensaje hoy, tanto por la situación actual como, especialmente, porque
estamos en la temporada de Adviento. Hace casi cinco años que vivimos las
consecuencias de la pandemia. Aunque al principio se proclamaron con valentía
que “estamos juntos en esto”, el tiempo ha demostrado que nos hemos vuelto aún
más divididos que antes. Las últimas elecciones son, tal vez, una indicación de
que ahora somos una mayor amenaza para los demás que antes de que comenzara la
pandemia. Creo que podemos estar de acuerdo en que esta no es una “normalidad
mejor” que la que dejamos atrás.
También en nuestra Iglesia, la
asistencia a misa y la practica a la fe católica aún no han vuelto a los
niveles previos a la pandemia. El tiempo que pasamos sin asistir a misa, cuando
nuestras iglesias estaban cerradas, llevó a muchos a considerar que no
necesitaban asistir a misa y, por lo tanto, no han vuelto. Y los jóvenes, para
quienes la fe debería ser una roca de estabilidad, siguen alejándose de la fe
católica (y, cada vez más, recurriendo a las redes sociales) y están cada vez
más desilusionados que nunca.
Este mensaje, por tanto, es un mensaje
de esperanza: Dios ha sido testigo de nuestro sufrimiento y, en su
misericordia, desea restaurarnos. Y no a la antigua normalidad prepandémica,
sino a una nueva y mejor normalidad en la que nos convirtamos en una luz
resplandeciente de su amor y misericordia para el mundo. El hecho de que este
mensaje nos llegue en el tiempo de Adviento es un recordatorio de que esta
gracia de restauración ya nos ha llegado. En Jesús, Dios se hizo uno de
nosotros para que la obra de restaurar nuestra naturaleza humana a su gloria
original pudiera cumplirse en nosotros. Por eso, con gran solemnidad celebramos
su nacimiento. Sin embargo, este tiempo nos recuerda que la manifestación plena
de esta restauración aún está por venir, cuando Jesús regrese en la plenitud de
su gloria para establecer la “nueva y eterna Jerusalén”: la plenitud del reino
de Dios por toda la eternidad.
El Adviento, sin embargo, es más que un
simple recordatorio. Es también un llamado a la acción. Cuando Dios envió su
promesa de restaurar a su pueblo elegido, fue porque vio su dolor por sus
pecados y tuvo misericordia de su sufrimiento. Aunque no pudieron demostrar que
eran dignos del perdón de Dios, demostraron su fe en su misericordia mediante
actos de penitencia. Cuando Juan el Bautista comenzó su ministerio de
predicación en preparación para la venida de Jesús, comenzó llamando a la gente
a un “bautismo de penitencia para el perdón de los pecados”. Por lo tanto, ¡la
preparación inmediata para la restauración misericordiosa de Dios de su pueblo
es la penitencia! Lo mismo, por supuesto, se aplica a nosotros.
Durante este tiempo de Adviento,
estamos llamados a examinar nuestros corazones para ver de qué manera nos hemos
alejado de Dios a través del pecado, no sólo porque tememos el castigo de Dios
(que deberíamos temer), sino también porque el pecado nos aleja de la
esperanzada expectativa de la segunda venida de Jesús, dejándonos así
desprevenidos. Al reconocer y admitir nuestro pecado (especialmente haciendo
una buena confesión sacramental), no sólo nos preparamos para su venida, sino
que también la apresuramos. Estos actos de penitencia demuestran nuestra fe en
la misericordia de Dios y por eso lo invocan para que responda como lo hizo con
los israelitas en el exilio: tener misericordia de ellos y así terminar con su
sufrimiento. Para nosotros, esto significa la segunda venida de Jesús. Por lo
tanto, nuestro llamado es hacer el trabajo de despertar nuestros corazones del
entorpecimiento que proviene de las preocupaciones de la vida diaria y
reconocer y arrepentirnos de nuestros pecados, para que una vez más podamos
esperar con gozosa anticipación el regreso de nuestro Señor.
Hermanos, no descuidemos esta
importante labor durante este tiempo de Adviento, pues a través de ella
cooperaremos con la gracia de Dios para hacer realidad la nueva y mejor
normalidad que Él desea para nosotros. Para lograrlo, sin embargo, debemos comenzar
con el silencio. ¡Y esto es un trabajo duro! El mundo que nos rodea aumenta el
ruido durante este tiempo: música, luces, adornos… miles de maneras de
distraernos de la tarea de examinar nuestros corazones y volverlos al Señor.
(Hay una razón por la que el único adorno para el Adviento que la Iglesia
sugiere es una corona de Adviento: una corona sencilla con solo cuatro luces…)
Debemos luchar contra esto planificando momentos diarios de separación de estos
ruidos para cultivar la oración: tanto como individuos como familias, para que
podamos aquietar nuestros corazones y encontrar allí un encuentro con Dios.
Entonces, estaremos preparados para
hacer una buena confesión, mediante la cual no sólo venceremos los efectos del
maligno en nuestra vida, sino que restauraremos y renovaremos nuestra conexión
con Jesús, preparándonos así para recibirlo cuando venga. A través de la
confesión, también abriremos nuestro corazón para amar a los demás,
impulsándonos a participar en la obra de construir una nueva y mejor
normalidad: una en la que estemos más unidos que antes y la solidaridad nos
mueva a compartir el bien que hemos recibido con todos los que nos rodean,
especialmente los que sufren pobreza.
Hermanos, nuestra Santísima Madre,
María, es nuestro gran ejemplo y ayuda en esta buena obra. Esta semana, al
celebrarla como la Inmaculada Concepción y honrarla bajo el título de Nuestra
Señora de Guadalupe, pidamos sus oraciones y sigamos su ejemplo de fe humilde,
para que también nosotros podamos regocijarnos con ella en la plenitud del gozo
eterno, cuando su Hijo, Nuestro Señor Jesús, regrese en gloria.
Dado en la parroquia de
San Patricio: Kokomo, IN – 8 de diciembre, 2024
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