Homilía: 2º Domingo en la Cuaresma – Ciclo A
Queridos hermanos, la semana pasada,
cuando entramos en serio en nuestra peregrinación de Cuaresma, reflexionamos
sobre dos preguntas que, una vez respondidas, nos ayudarán a obtener un gran
beneficio espiritual durante esta temporada santa. Esas preguntas eran: “¿De
quién es la voz que estoy escuchando?” y “¿La voz de quién debería estar
escuchando?”. Tal vez, a lo largo de la semana pasada, descubriste que, como
Eva en el jardín, has estado escuchando voces que carecen de la sabiduría
completa de Dios: las voces de personas influyentes y tu propia voz interior.
Si es así, ¡bueno! El primer paso para el progreso real es reconocer la verdad
de dónde estamos, incluso si es incómodo hacerlo. Cuando vemos que no estamos
donde queremos estar, entonces encontramos inspiración para dar pasos hacia el
lugar al que queremos ir. Con suerte, también habrá reconocido que la voz que
debe escuchar es la voz de la verdadera sabiduría—es decir, la Sabiduría misma—el
Dios Padre. Si ha hecho estas dos cosas, entonces está listo para el siguiente
paso al que nos llama la liturgia de esta semana.
Para entender este próximo paso,
tenemos que mirar hacia atrás a las Escrituras de la semana pasada. Al final de
la lectura del libro de Génesis la semana pasada, escuchamos que cuando Eva y
Adán comieron del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, “se les
abrieron los ojos a los dos y se dieron cuenta de que estaban desnudos.
Entrelazaron unas hojas de higuera y se las ciñeron para cubrirse”. Aunque no
lo leímos en la liturgia de la semana pasada, los versículos que siguen a esa
lectura describen cómo Dios vino a buscar a Adán y Eva, pero estos se
escondieron de él. Después del primer pecado, Adán y Eva se escondieron el uno
del otro y de Dios. En el arte a lo largo de los siglos, esta escena de
escondite casi siempre muestra a Adán y Eva alejándose dramáticamente de Dios y
muy específicamente los muestra oscureciendo sus rostros con sus brazos, para
evitar mirar a Dios cara a cara.
Esto dice mucho acerca de los efectos
del pecado, ¿verdad? Cuando alguien tiene una buena relación con otro, las
personas no tienen problema en mirarse cara a cara. Sin embargo, cada vez que
esa relación se rompe o se daña de alguna manera, el efecto es siempre apartar
la cara del otro, para no enfrentar el dolor y la vergüenza que ha causado el
daño. Recuerdo que, cuando tenía unos 12 años, me pillaron haciendo algo de lo
que me avergoncé mucho. Sabiendo que mi madre pronto me buscaría para
confrontarme al respecto, me escondí en el armario de mi cuarto, para no tener
que mirarla y enfrentar la vergonzosa verdad sobre lo que hice. Mi conjetura es
que cada uno de nosotros aquí tiene una historia similar que contar de nuestras
propias vidas. El pecado—nuestra desobediencia deliberada (o negligente) de los
mandamientos de Dios para nuestro bien y prosperidad—hace que nos alejemos de
Dios y nos escondamos de él. La Cuaresma, y particularmente nuestras Escrituras
de esta semana, nos invitan a volvernos a Dios y mirarlo, cara a cara, una vez
más.
En cierto modo, desde aquel primer
pecado y la expulsión de Adán y Eva del Jardín, Dios ha apartado su rostro de
nosotros. A lo largo de las Escrituras, vemos que, incluso cuando estábamos
listos para mirar a Dios una vez más, Dios mantuvo su rostro oculto de
nosotros. Quizás lo más conmovedor es la historia de Moisés. Después de traer a
los israelitas de Egipto y de pasar muchos días y noches en comunión con Dios
en oración en el Monte Sinaí, Moisés pidió ver el rostro de Dios. Dios accedió
a dejarse ver por Moisés al pasar por delante de él. Sin embargo, oscureció la
visión de Moisés cuando pasó para que Moisés no pudiera ver su rostro, sino
solo su espalda. La humanidad todavía no estaba preparada para volver a ver a
Dios cara a cara. Más tarde, en la época del rey David, cuando se escribieron
muchos de los Salmos, el salmista escribió versos como: “Vuélvete a nosotros,
oh Señor, y déjanos ver tu rostro”. A pesar de nuestro pecado, que nos aleja de
Dios, algo en lo profundo de nosotros todavía anhela mirar a Dios cara a cara.
Por eso la historia de la
Transfiguración es tan poderosa para nosotros (y por eso se incluye cada año en
las lecturas de Cuaresma). Allí, en el monte Tabor, Jesús revela toda la gloria
de su divinidad—es decir, revela su rostro divino—y sus elegidos, Pedro,
Santiago, y Juan, no ocultan el rostro, sino que miran con inefable alegría lo
que sus antepasados anhelaban ver. A través de esto, llegamos a saber que, en
Jesús, el rostro de Dios ya no está oculto para nosotros. Más bien, como en el
Jardín antes de la caída, podemos mirar a Dios, cara a cara, una vez más.
La pregunta que tenemos ante nosotros,
entonces, es esta: "¿Estamos listos para dejar que Dios nos vea?" En
otras palabras, “¿Estamos dispuestos a volver nuestro rostro hacia Dios y dejar
que Él nos vea, avergonzados por nuestros pecados, arriesgándonos a ser
rechazados por Él, para ser restaurados y renovados en nuestra relación con
Él?”. Mi conjetura es que la mayoría de nosotros podría responder: "No del
todo". Queremos verlo cara a cara, pero la vergüenza por nuestros pecados
muchas veces nos mantiene “escondidos en el armario”, como yo cuando tenía 12
años. El desafío para nosotros es confiar en que, si Dios ha hecho posible
mirarlo, cara a cara, nuevamente, entonces Él ha determinado que estamos listos
para hacerlo. La Cuaresma es, por tanto, nuestro tiempo para prepararnos y
hacer un pleno reconocimiento de nuestros pecados—¡que es duro!—para que
podamos regocijarnos plenamente en la gloria de Dios que se nos revela en el
Misterio Pascual: es decir, en la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús.
Con esto en mente, volvamos a escuchar
las palabras de San Pablo en la segunda lectura y animémonos en este trabajo
que hemos comenzado, para que no tengamos miedo de volvernos a Dios—¡que primero
se ha vuelto a nosotros!—sino más bien abrirnos a su mirada misericordiosa,
resplandeciendo con la luz brillante de su amor por nosotros:
Querido hermano:
Comparte conmigo los
sufrimientos por la predicación del Evangelio, sostenido por la fuerza de Dios.
Pues Dios es quien nos
ha salvado y nos ha llamado a que le consagremos nuestra vida, no porque lo
merecieran nuestras buenas obras, sino porque así lo dispuso él gratuitamente.
Este don, que Dios nos
ha concedido por medio de Cristo Jesús desde toda la eternidad, ahora se ha
manifestado con la venida del mismo Cristo Jesús, nuestro Salvador, que
destruyó la muerte y ha hecho brillar la luz de la vida y de la inmortalidad,
por medio del Evangelio.
Que
nuestro encuentro, cara a cara, con Dios aquí en esta Eucaristía nos llene de
la gracia para cumplir esta buena obra.
Dado en la parroquia de
Nuestra Señora del Monte Carmelo: Carmel, IN
5 de marzo, 2023
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