Homilía: 31º Domingo en
el Tiempo Ordinario – Ciclo A
Las
discusiones con los fariseos no se quedan en polémica estéril, sino en una
enseñanza para todos los tiempos: “Hagan lo que ellos enseñan, pero no imiten
lo que ellos hacen”. Es una invitación a
tomar partido ante la incoherencia y la vanidad de los que mandan, y a comprometernos
en la fraternidad y el servicio. El
Evangelio de hoy proclama la urgencia de recuperar la coherencia de la fe y del
comportamiento: de lo que profesemos y lo que hacemos.
Hermanas
y hermanos, la verdadera religiosidad no consiste en cumplir las obras
exteriores con perfección, sino en el espíritu y en la interioridad del propio
corazón. En otras palabras, la verdadera
religiosidad consiste en sinceridad. Hay
dos grados de sinceridad. El primero
consiste en la conformidad de nuestras palabras y sentimientos con nuestros
deberes. La sinceridad es verdadera
cuando lo que deseamos hacer es el mismo de lo que debemos hacer. Pero, este grado de sinceridad es superficial:
porque no se funda en principios, sino en sentimientos que van y vienen. El segundo, en cambio, es la concordancia
práctica de nuestras obras con nuestros deberes, a pesar de las dificultades o
circunstancias adversas que se pueden presentar. En otras palabras, la sinceridad es más auténtico
cuando hacemos lo que debemos hacer, sin importa nuestros sentimientos. Hay que saber prescindir de uno mismo para
vivir este segundo grado de sinceridad y, por eso, para buscar a Dios con
profunda convicción en una fidelidad exigente.
Aprendamos
a distinguir entre las máscaras y el rostro: entre el que es un rostro falso y
un rostro verdadero. En el lenguaje
común identificamos hipocresía y farisaísmo. En los dos, reconocemos una insinceridad en la
persona: que él o ella no hace lo que profesa creer o valar. Decimos que esta
persona es insincera: que se porta con una máscara que obscura su rostro
verdadero. Nos convertimos en
“cristianos fariseos” cuando reducimos el Evangelio al aparecer más que al ser;
al decir, más que al hacer; a la legalidad más que a la moralidad interior; a
las obras de la ley, más que a la fe que vivifica las obras; a la glorificación
personal más que al dar gloria a Dios.
En
nuestras Escrituras de hoy, escuchamos cómo Dios condena a los que usan la
religión superficialmente. Aún más específicamente, Dios condena a aquellos que
usan la religión como una forma de ganar poder y prestigio sobre las personas.
En la primera lectura, el profeta Malaquías pronuncia las palabras de
condenación de Dios sobre los sacerdotes del antiguo Israel por usar la
autoridad que les fue otorgada como un favor de Dios para que pudieran enseñar
a la gente en sus caminos, para congraciarse con el pueblo: mostrando
parcialidad a ciertos miembros de la comunidad para que puedan tener más
influencia entre los líderes de las personas y (supuestamente) para disfrutar
de los beneficios de tener su favor.
En el
Evangelio, Jesús (quien es Dios) condena a los fariseos por usar su experiencia
en la Ley para enseñorearse de la gente: como si Dios los hubiera favorecido de
una manera que no había favorecido a los demás y así se consideraban
"exentos" de muchas de las cargas religiosas que obligaron a otros a
soportar. No pudieron ver el don de comprensión que recibieron como una administración
de Dios: un regalo destinado a ser puesto al servicio del pueblo de Dios. En
cambio, lo usaron para crear vidas cómodas para ellos mismos. Peor aún, lo
hicieron en nombre de la justicia religiosa. Esto es lo que Jesús (y Malaquías
antes que él) condena; y es lo que debemos condenar en nuestras propias vidas.
Hermanos
y hermanas, el fariseísmo es una enfermedad del espíritu de la que pocos se
salvan. Nos consideramos católicos
practicantes. Pero, ¿de qué práctica se trata? ¿Con la misa?
Si, y está bien. ¿Con el rosario
en casa? Si, y esta está bien, también. Pero, si no se practica el amor, la
misericordia y la justicia, no se puede decir que seamos cristianos
practicantes. Es verdad, ¿no? que a
veces nos encontramos con cristianos que, por nada del mundo, pierden la misa
del domingo, pero que son terriblemente duros y opresivos, o apegados al dinero
y al egoísmo. Ellos son gentes muy
cumplidoras, pero con un individualismo feroz que no quieren saber nada de
fraternidad, comunidad y solidaridad.
Hermanos,
Dios no se deja engañar por las apariencias. En cambio el hombre sí, pues es lo único que
alcanza a divisar. Hay cosas que suenan
a verdaderas pero que no son verdaderas; otras parecen buenas, pero no lo son. Será importante aprender a distinguir: porque
no aprovecha lo que parece, sino lo que es.
El aparecer y el ser, lo exterior y lo interior, la superficie y la
profundidad, lo que el hombre hace y lo que juzga Dios: son binomios de los que
el hombre no podrá desprenderse en absoluto.
Jesús
lo que busca es cambiar el corazón del hombre, y mientras no se llegue ahí, nos
perdemos en lo secundario. Mientras
continuamos con esta Misa, pidamos al Espíritu Santo que nos dé dos cosas: primero,
la iluminación interior para saber si estamos viviendo nuestra fe con
sinceridad; y segundo, la fuerza interior para permitir que Jesús entre en
nuestros corazones para cambiarlos, si es necesario, o para fortalecerlos sobre
la base de la sinceridad que ya se está construyendo, para que nadie pueda ver
jamás de nosotros y decir "Hay una hipócrita, que lo hace una demostración
en la iglesia, pero no lo vive en su vida." Pero, mejor, imitemos a
Cristo: quien mantuvo su sinceridad hasta el final: sacrificándose en la cruz
por nuestros pecados. ¿Qué mejor ejemplo podríamos tener que él? Así sea en
cada una de nuestras vidas.
Dado en la parroquia Todos los Santos: Logansport, IN
5 de noviembre, 2017
Excelentes palabras para poder reflexionar y tener en cuenta que las oraciones son muy buenas para el alma, sigamos agradeciendo por los momentos, sin importar que hayan sido malos o buenos.
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