Sunday, November 9, 2025

Un sacramento del Cuerpo de Cristo

 Homilía: Fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán - Ciclo C

Este año, la segunda mitad del Tiempo Ordinario ha estado repleta de fiestas especiales que, al caer en domingo, sustituyen la solemnidad dominical del Tiempo Ordinario. Comenzando con la solemnidad de San Pedro y San Pablo el 29 de junio, seguida por la Exaltación de la Santa Cruz el 14 de septiembre, y luego el Día de los Fieles Difuntos, el pasado domingo 2 de noviembre, y la fiesta de hoy, la dedicación de la Basílica de Letrán en Roma, estas celebraciones han roto lo que, durante muchos años, puede convertirse en una monotonía de domingos del Tiempo Ordinario que puede extenderse hasta 22 semanas consecutivas.

Este acontecimiento solo sucede muy de vez en nunca (o “una vez en una luna azul” decimos en inglés).  De hecho, han pasado once años desde la última vez que ocurrió.  Esto es lo que lo hace especial para nosotros; y esto es bueno, porque nos ayuda a salir de nuestra rutina para considerar otros aspectos de la rica tradición de la Iglesia Católica.

Esta fiesta en particular–la de la Dedicación de la Basílica de Letrán–puede parecernos un tanto raro. ¿Celebrar a los santos? Claro, lo entendemos. ¿Celebrar la dedicación de un templo? ¿Y uno que la mayoría de nosotros jamás hemos visto? Eso no es tan fácil de comprender. Para entender por qué, veamos primero un poco de historia.

Poco después de que el emperador Constantino pusiera fin a la persecución de los cristianos en el siglo cuatro y convirtiera el cristianismo en la religión oficial del imperio, el cedió al papa tierras en Roma que habían pertenecido a la familia Laterani; y el palacio que allí ya se erigía se convirtió en la residencia papal. El papa mandó construir una iglesia en la misma tierra y el 9 de noviembre del año 324, el papa san Silvestre I la consagró como su catedral: el lugar donde reside su cátedra, es decir, la sede desde la que gobierna la Iglesia. A pesar de que la residencia papal se trasladó del palacio de Letrán a la colina Vaticana en el siglo catorce, la Basílica de Letrán siempre ha seguido siendo la catedral de la diócesis de Roma.

El edificio de la iglesia ha sufrido numerosas renovaciones a lo largo de los años, llegando incluso a ser completamente demolido y reconstruido en el siglo diecisiete. Con la fachada añadida en el siglo dieciocho, adquirió el aspecto que conocemos hoy. Es una estructura enorme (en cuanto a superficie, probablemente cabrían veinte o más iglesias idénticas a ésta en su interior) y el arte y los detalles arquitectónicos del Alto Renacimiento asombran tanto al crítico experto de arte e historia como al peregrino común. Sin duda, se erige como uno de los edificios visualmente más impactantes del mundo. /// Pero no es por eso que hoy celebramos la dedicación de esta iglesia.

No, existen muchos otros edificios que rivalizan con San Juan de Letrán tanto en tamaño como en belleza (por ejemplo, la Basílica de San Pedro en el Vaticano es más grande y elaborada), pero ninguno de ellos alberga la cátedra, la sede del Obispo de Roma. Desde esa sede, el Papa preside sobre la Iglesia universal. Y así, de una manera muy real, esa sede–con el Papa sentado en ella–representa la unidad y la continuidad de la Iglesia católica.

Pero ¿por qué una iglesia tan elaborada? Es decir, con tanta gente sufriendo la pobreza en todo el mundo, ¿por qué construir una estructura tan ostentosa? ¿No se podría haber utilizado el dinero para construirla–junto con el necesario para su mantenimiento–para financiar misioneros que llevan ayuda a los más pobres del mundo? Sí, se podría. Pero esto va más allá de que el Papa tenga la iglesia más grande y lujosa del mundo como catedral. Esta gran y lujosa iglesia–y la celebración de su dedicación hoy–dice algo sobre nosotros, el Pueblo de Dios, y por eso esta iglesia tiene un significado sacramental más profundo.

En la carta de San Pablo a los Corintios, le oímos decir: “Ustedes son la casa que Dios edifica”. (El “ustedes” en esta frase se refiere a toda la comunidad de creyentes de la ciudad de Corinto). Más adelante en el mismo pasaje, le oímos preguntar: “¿No saben acaso ustedes que son el templo de Dios…?” (De nuevo, “ustedes” se refiere a todos los cristianos de Corinto.) ¿Qué quiere decir san Pablo aquí? Pues bien, está diciendo lo que la comunidad cristiana sabía desde muy pronto después de la Ascensión de Cristo al cielo: que el “templo” del que habló Jesús, que sería destruido y reconstruido al tercer día, era su cuerpo; y que su cuerpo no era solo su cuerpo humano, que resucitó físicamente de entre los muertos al tercer día, sino que era también el cuerpo de los creyentes, del cual Jesús mismo es la cabeza. Por lo tanto, este cuerpo de creyentes es el templo de Dios, la morada del Espíritu Santo.

Ahora bien, creemos que el cuerpo humano de Jesús ha sido glorificado; es decir, que al resucitar, se transformó en un cuerpo glorioso, libre de las limitaciones de un cuerpo humano no glorificado. (¿Recuerdan el Domingo de Resurrección? ¡Atravesó puertas cerradas para entrar en las habitaciones!). Por lo tanto, si el cuerpo de Jesús es un cuerpo glorificado, y nosotros, como cuerpo de creyentes, también somos su cuerpo, entonces nosotros también–como cuerpo–debemos ser gloriosos.

Observa a las personas que te rodean. ¿Acaso este cuerpo parece lo suficientemente glorioso como para proclamar al mundo: “Somos el Cuerpo de Cristo, el glorioso templo del Espíritu Santo”? Ahora imagina cómo era hace 1000, 1500 o incluso 1700 años. Probablemente, muy pocas personas se bañaban antes de asistir a misa en la recién dedicada basílica de Letrán. Imagino que no se parecían mucho a un glorioso templo del Señor. Pero al entrar en esa basílica y contemplar toda la luz, el techo y el altar dorados, las estatuas e incluso los suelos, probablemente pensaron: “Sí, somos algo especial; algo de otro mundo; algo… glorioso”.

Hermanos y hermanas, por esto construimos iglesias espectaculares, hermosas, y grandiosas por todo el mundo. No para presumir ni para proclamarnos superiores a los demás, sino para recordar quiénes somos: el glorioso templo de Dios en la tierra. Una iglesia espléndida es un recordatorio visible de una realidad invisible: un sacramento. Y cuando celebramos una iglesia en particular–ya sea la catedral del Papa en Roma o la catedral de nuestro obispo en Lafayette–celebramos la universalidad del glorioso cuerpo de Cristo al celebrar donde esta universalidad se experimenta con mayor profundidad: el lugar donde las ovejas y el pastor se unen para adorar a Dios en todo su esplendor.

Hermanos y hermanas, el mundo necesita contemplar la belleza y el esplendor del glorioso cuerpo de Cristo aquí en la tierra. Por lo tanto, al experimentar este esplendor al venir a este lugar sencillo, pero hermoso, para unirnos íntimamente con Cristo, nuestra cabeza, quien se ofrece a nosotros desde este altar, debemos llevar este esplendor al mundo, como el agua de la visión de Ezequiel que brotó de las ruinas del antiguo Templo de Jerusalén y trajo vida al árido desierto y renovó las aguas saladas del Mar Muerto. /// Porque al hacerlo, la gloria del cuerpo de Cristo comenzará a reflejarse fuera de estos muros y estaremos preparados para conocer la verdadera gloria de Cristo cuando él regrese.

Dado en la parroquia de San José: Rochester, IN - 9 de noviembre, 2025


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