Sunday, October 20, 2024

El sufrimiento para un bien mayor

 Homilía: 29º Domingo en el Tiempo Ordinario – Ciclo B

         Hermanos, al reflexionar sobre las lecturas de hoy, no pude escapar de la inquietante primera línea de nuestra primera lectura: "El Señor quiso triturar a su siervo con el sufrimiento". Aquellos de nosotros que han vivido por algún tiempo—y que, por lo tanto, han escuchado esta lectura muchas veces—pueden escuchar esta lectura y no pensar mucho en la primera línea. Pero tomemos un momento para dejarlo ahí frente a nosotros: "El Señor quiso triturar a su siervo con el sufrimiento".

         Los que somos padres entienden que, a veces, hay que dejar sufrir a los hijos para poder enseñarles ciertas lecciones. A menudo, es una lección sobre el “dar y recibir” del mundo. "No, no puedes tener esa cosa porque tu hermano / hermana necesita esta otra cosa" es un ejemplo. Por supuesto, también es necesario infligir un castigo por las malas acciones para enseñar a los niños cómo actuar correctamente en el mundo. En otras palabras, “triturar a los niños con el sufrimiento” es una parte necesaria de la crianza de los hijos: tanto por el bien de los niños como por el bien de la sociedad.

         Sin embargo, ¿quieren los padres “triturar a los niños con el sufrimiento”? La mayoría, creo, diría "no". De hecho, la mayoría de los padres dirían que disciplinar a sus hijos o negarles algo que quieren es probablemente la parte más desagradable de la crianza de los hijos. Entonces, ¿por qué Dios inspiraría al profeta Isaías a decir que "quiso triturar a su siervo con el sufrimiento"? Exploremos un poco aquí esta pregunta. ///

         Primero, déjeme decirles que no parece haber una respuesta definitiva a esta pregunta. Por lo tanto, es probable que nuestra exploración no produzca un alivio perfecto para nuestra inquietud, pero debería proporcionar algo de alivio. Sin embargo, quizás podamos comenzar por nombrar la fuente de nuestra inquietud. El problema subyacente a este problema es el problema del sufrimiento. Como seres humanos, reconocemos que el sufrimiento es algo que no debería suceder. Seamos conscientes de ello o no, reconocemos que nuestra naturaleza humana no está destinada al sufrimiento. Por lo tanto, nos rebelamos contra el sufrimiento en la mayoría de las formas porque lo reconocemos como un ataque a nuestra naturaleza y, por lo tanto, una amenaza para nuestro florecimiento humano.

         El hecho de que haya sufrimiento en el mundo nos plantea importantes preguntas: "¿Qué significa esto sobre la bondad del mundo?" Y para nosotros que somos cristianos, "¿Qué significa esto acerca de la bondad de Dios?" "¿Es el mundo realmente bueno si hay sufrimiento?" "Si Dios causa sufrimiento (o simplemente permite que suceda), ¿es realmente bueno?" "Si Dios quiso nuestro sufrimiento, ¿significa esto no solo que no es bueno, pero malo?" Estas son preguntas fundamentales, y creo que podemos encontrar una respuesta (aunque no necesariamente la respuesta) si observamos el papel del sufrimiento en nuestras vidas. ///

         Aunque nuestra primera reacción ante la idea del sufrimiento es que es malo y debe evitarse, no deberíamos pensar demasiado para reconocer que hay muchas maneras en que el sufrimiento produce el bien. Ya he mencionado que la imposición de sufrimiento a los niños para disciplinarlos o enseñarles a vivir en armonía con los demás en la sociedad es algo bueno (incluso si no es deseable para ninguno de los involucrados). La fisioterapia es otro caso en el que el sufrimiento, aunque no es un bien en sí mismo, se convierte en un bien con el propósito de restaurar el pleno funcionamiento del cuerpo de una persona. El entrenamiento por la excelencia en el deporte (o el ejercicio, en general) es otra forma en la que elegimos sufrir por un bien mayor. (De hecho, aquellos que entrenan y hacen ejercicio dicen frecuentemente que su entrenamiento / ejercicio es deseable cuando comienzan a lograr cosas que antes pensaban que eran imposibles de lograr).

         Aquí, quizás, hemos "tropezado" con una respuesta a nuestro dilema: si es posible querer el sufrimiento que tiene como objeto un bien mayor, entonces puede ser posible comprender cómo Dios "quiso triturar a su siervo con el sufrimiento”.

         Tomemos, por ejemplo, el entrenador que, viendo el potencial de grandeza en uno de sus jugadores, pero también una gran falta de disciplina, empuja a ese jugador más fuerte que a cualquier otro jugador. El entrenador, al ver que el jugador desarrolla la disciplina necesaria, ve también que el jugador desarrolla su habilidad. De esta forma, el entrenador “quiso triturar al jugador con el sufrimiento” porque el resultado (tanto para el jugador como para el equipo) es algo mayor. En otras palabras, el entrenador no quiso el sufrimiento en sí mismo, sino el resultado del sufrimiento, que es un bien mayor.

         Al leer el resto del pasaje de Isaías, vemos que este parece ser el caso de Dios y su siervo. El profeta dice que, “El Señor quiso triturar a su siervo con el sufrimiento” porque “con sus sufrimientos justificará mi siervo a muchos” y “verá la luz y se saciará”. Dios quiso el sufrimiento de su siervo por el bien mayor que producirá, tanto para el siervo como para muchos otros. Bajo esta luz, encuentro que mi inquietud en esa primera línea se alivia. Dios no es caprichoso (o, peor aún, malicioso), sino bueno y que obra para el bien, aunque eso signifique causar / permitir sufrimiento para lograr ese bien: tanto para el que sufre como para los demás.

         A través de la profecía de Isaías, Dios reveló no solo la manera en que la humanidad sería redimida (es decir, por un siervo escogido que "entregue su vida como expiación"), sino también lo que todos sus siervos que vienen después del redentor tendrá que hacer para lograr su reino. En la lectura del Evangelio, vemos que los apóstoles Santiago y Juan todavía tienen una idea errónea de la realeza mundana de Jesús. Parece que ellos han olvidado estos versículos del capítulo cincuenta y tres de Isaías y esperan que Jesús ascienda a un trono en Jerusalén y gobierne el mundo de una manera mundana. Por lo tanto, piden audazmente que se les prometa los dos asientos más influyentes en su reino: sentarse uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús, en su fuerte respuesta, les instruye indirectamente (y al resto de los apóstoles) a recordar las palabras del profeta Isaías: que los que serán prominentes en el reino de Dios son los que sufren por el bien de los demás; aquellos que, en un sentido real, dan sus vidas por la redención de todos.

         Con el tiempo, veremos que Santiago, Juan y los otros apóstoles lo entienden. Después de la resurrección y ascensión de Jesús al cielo—y después de que fueron llenos del Espíritu Santo en Pentecostés—los apóstoles sufrieron mucho por el bien de los demás y dieron sus vidas por la redención de muchos. Así, nos demostraron una gran verdad cósmica: que cuando salimos al mundo, tanto en el nombre como en el poder de nuestro Señor, estamos llamados a encontrar y recibir el sufrimiento que nos llega, según el modelo de Jesús, para hacer surgir el bien del reino de Dios. El objetivo de sufrir de esta manera no solo es probar nuestro amor y lealtad a Dios (aunque ese será el resultado), sino también absorber el mal del mundo, para que el reino de amor, justicia y paz de Dios pueda manifestarse más plenamente; y para que cada vez más hombres y mujeres se vuelvan al Señor y se unan a él. ///

         Hermanos míos, es cierto que el mundo se ha convertido en un lugar muy hostil para aquellos que se esfuerzan por seguir a Cristo. También es cierto que Dios nos ha llamado a aceptar el sufrimiento que inevitablemente viene cuando nos esforzamos por vivir según el modelo de nuestro Señor para "filtrar" el mal del mundo y así manifestar el reino de Dios. Dios no quiere nuestros sufrimientos como tales. Más bien, se deleita en ver los buenos frutos que producen nuestros sufrimientos: sabiendo que nuestra paciente resiliencia se manifestará el bien, tanto para nosotros como para muchos otros.

         Por lo tanto, no debemos tener miedo de exponernos a estos sufrimientos, viviendo vidas de humilde servicio a los demás y hablando con valentía a los demás sobre el amor y la misericordia de Dios. Sin miedo, porque se nos ha dado la fuerza espiritual para soportar estos sufrimientos: el Espíritu Santo, que habita en nosotros y que nos da sabiduría y coraje, y nuestro Señor Jesús, que nos alimenta para la fortaleza, alimentándonos con su Cuerpo y su Sangre, y que nos anima con su presencia en el Santísimo Sacramento.

         Que el sacrificio de acción de gracias que ofrecemos hoy aquí al clausurar este Congreso agrade a Dios y nos llene a nosotros—y a nuestras familias—con el gozo del reino de Dios venido.

Dado en el 4º Congreso de la Familia Hispana de la Diócesis de Lafayette-en-Indiana: en la parroquia de Nuestra Señora del Carmen: Carmel, IN

19 de octubre, 2024

Dado en la parroquia de San Jose: Rochester, IN – 20 de octubre, 2024

Suffering for a greater good

 Homily: 29th Sunday in Ordinary Time – Cycle B

         Friends, as I reflected on the readings for today, I couldn’t escape the disturbing first line of our first reading: “The Lord was pleased to crush him in infirmity.”  Those of us who have been around long enough—and who, thus, have heard this reading many times—may hear this reading and not think much of that first line.  But let’s take a moment to let it sit there in front of us: “The Lord was pleased to crush him in infirmity.”

         Those of us who are parents understand that, at times, you have to let your children suffer in order to teach them certain lessons.  Often, it’s a lesson about the give-and-take of the world.  “No, you can’t have that thing because your brother/sister needs this other thing” is one example.  Of course, inflicting punishment for wrongdoing is also necessary to teach children how to act properly in the world.  In other words, to “crush children in infirmity” is a necessary part of parenting: both for the good of the children and the good of society.

         Do parents take pleasure to “crush their children in infirmity”, however?  Most, I think, would say “no”.  In fact, most parents would say that disciplining their children or denying their children something that they want is probably the most unpleasant part of parenting.  So why would God inspire the prophet Isaiah to say that he “was pleased to crush his servant in infirmity”?  Let’s explore this question a little here.

         First, let me say that there doesn’t seem to be a definitive answer to this question.  Thus, our exploration likely won’t yield a perfect relief to our discomfort, but it should provide some relief.  Perhaps we can begin, however, by naming the source of our discomfort.  The problem underneath this problem is the problem of suffering.  As humans, we recognize that suffering is something that shouldn’t happen.  Whether we are conscious of it or not, we recognize that our human nature is not meant for suffering.  Thus, we rebel against suffering in most forms because we recognize it as an attack on our nature and so a threat to our human flourishing.

         The fact that there is suffering in the world presents us with important questions: “What does this mean about the goodness of the world?”  And for us who are Christian, “What does this mean about the goodness of God?”  “Is the world really good if suffering is in it?”  “If God causes suffering (or simply allows it to happen), is he really good?”  “If God takes pleasure in our suffering, does this mean not only that he is not good, but rather evil?”  These are fundamental questions, and I think that we can find an answer (even if not, necessarily, the answer) if we look at the role of suffering in our lives.

         Although our first reaction to the idea of suffering is that it is bad and should be avoided, we shouldn’t need to think too hard to recognize that there are many ways in which suffering produces good.  I’ve already mentioned that the imposition of suffering on children in order to discipline them or to teach them how to live in harmony with others in society is a good thing (even if it is not pleasurable for anyone involved).  Physical therapy is another instance in which suffering, although not a good in itself, is converted into a good for the purpose of restoring the full-functioning of a person’s body.  Training for excellence in sports (or exercise, in general) is another way in which we choose to suffer for a greater good.  (In fact, those who train and exercise, often say that their training/exercise is pleasurable as they begin to achieve things that they previously thought were impossible to achieve.)

         Here, perhaps, we’ve “stumbled” upon an answer to our dilemma: if it is possible to find pleasure in suffering that has, as its object, a greater good, then it may be possible to understand how God “was pleased to crush his servant in infirmity”.

         Take, for example, the coach who, seeing the potential for greatness in one of his players, yet also a great lack of discipline, pushes that player harder than any of the other players.  The coach, in seeing the player develop the necessary discipline, sees also the player develop in ability.  Thus, the coach is “pleased to crush the player in infirmity” because the outcome (both for the player and the team) is something greater.  In other words, the coach doesn’t take pleasure in the suffering, itself, but rather in the outcome of the suffering, which is a greater good.

         As we read the rest of the passage from Isaiah, we see that this seems to be the case for God and his servant.  The prophet says that, “The Lord was pleased to crush him in infirmity” because “through his suffering, his servant shall justify many” and “he shall see the light in fullness of days”.  God takes pleasure in the suffering of his servant because of the greater good that it will produce, both for the servant and for many others.  In this light, I find that my discomfort in that first line is relieved.  God is not capricious (or, worse, malicious), but rather good and one who works for good, even though that means causing/allowing suffering in order to bring about that good: both for the one who suffers and for others.

         Through Isaiah’s prophesy, God revealed not only the manner by which mankind would be redeemed (that is, by a chosen servant who “gives his life as an offering for sin”), but also that which all of his servants who come after the redeemer will have to do to bring about his kingdom.  In the Gospel reading, we see that the apostles James and John still have a faulty idea of Jesus’ worldly kingship.  They, it seems, have forgotten these verses from the fifty-third chapter of Isaiah and expect that Jesus is going to ascend to a throne in Jerusalem and rule over the world in a worldly way.  Thus, they boldly ask to be promised the two most influential seats in his kingdom: to sit one at his right and the other at his left.  Jesus, in his strong response, indirectly instructs them (and the rest of the apostles) to remember the words of the prophet Isaiah: that the ones who will be prominent in the kingdom of God are those who suffer for the good of others; those who, in a real sense, give their lives as a ransom for many.

         Eventually we will see that James, John, and the other apostles do “get it”.  After Jesus’ resurrection and ascension into heaven—and after they were filled with the Holy Spirit at Pentecost—the apostles each suffered greatly for the good of others and gave their lives as a ransom for many.  Thus, they demonstrated for us a great cosmic truth: that when we go out into the world, both in the name of and in the power of our Lord, we are called to encounter and receive the suffering that comes to us, after the model of Jesus, in order to bring forth the good of God’s kingdom.  The goal of suffering in this way is not only to prove our love and loyalty to God (though that will be a result), but also to absorb evil out of the world, so that God’s kingdom of love, justice, and peace can manifest itself more fully; and so that more and more men and women can be turned to the Lord and be united to him.

         Friends, it is true that the world has become a very hostile place to those who strive to follow Christ.  It is also true that God has called us to accept the suffering that inevitably comes as we strive to live after our Lord’s model so as to “filter” evil from the world and thus manifest God’s kingdom.  God does not take pleasure in our sufferings as such.  Rather, he delights in seeing the good fruits that our sufferings produce: knowing that our patient endurance will manifest good both for us and for many others.

         Therefore, we should not be afraid to expose ourselves to these sufferings by living lives of humble service to others and by speaking boldly to others about God’s love and mercy.  Fearless, because the spiritual strength to endure these sufferings has been given to us: the Holy Spirit, who dwells within us and who gives us wisdom and courage, and our Lord Jesus, who nourishes us for strength by feeding us with his Body and Blood and encourages us with his presence in the Blessed Sacrament.

         May the sacrifice of thanksgiving that we offer here today as we close this Congress please God and fill us—and our families—with the joy of God’s kingdom come.

Given in Spanish at the 4th Hispanic Family Congress of the Diocese of Lafayette-in-Indiana: Our Lady of Mt. Carmel Parish: Carmel, IN

October 19th, 2024

Monday, October 7, 2024

The image and likeness of God

 Homily: 27th Sunday in Ordinary Time – Cycle B

         As human persons, we all know love in some way, and we know that love always involves at least two things: someone who loves and an object being loved.  Further, I would guess that most of us can tell the difference between the superficial love we have of things, such as coffee, chocolate, or a delicious steak, and the love that we have for other people.  I would even venture to say that those of us who think of ourselves as “pet lovers” would still be able to distinguish between the love that we have for our cats, dogs, or birds and the love that we have for our wives, our husbands, our children, and our close friends.  We recognize that the deepest, most authentic love is something that is shared equally, and that even the most loyal dog or loving cat, or even the most decadent slice of chocolate cheesecake, cannot return our love to us as equally as we can give it.

         Throughout the centuries, many theologians have come to the realization that for God to be perfect, he must be love, because there is nothing more perfect than love.  And that for God to be love, fully and completely within himself, there must be a plurality of persons within the one, singular Godhead.  If there wasn’t, God would have to go outside of himself in order to love, which would mean that at best he would be someone who loves, but that he couldn’t be love itself.  But God is love in himself, as Saint John reveals to us.  What this means then is that God somehow must be more than one person; otherwise he couldn’t be love in himself.  Still further, for love to be perfect it must be shared between persons who are equal to each other.  Therefore, since God is perfect, the persons who are somehow within the one Godhead must both be perfect, otherwise the love that is God would be incomplete, which is impossible, because he is perfect.  Confused yet?  So am I.  Let’s see if we can bring this closer to home.

         When my friend Jennifer loves her husband Doug, she does so “perfectly” (inasmuch as she can, since none of us can really do anything perfectly).  This is because the love between two people who are married is a love between equals, a man and a woman, a husband and a wife; that is, two persons.  Because Doug and Jennifer are equal, Doug can completely receive the perfect love that Jennifer gives and he can return his own perfect love to Jennifer, which she can receive completely.  Now when Doug loves his cat, he does so “imperfectly”.  This is because love, in order to be perfect, must be shared by equals.  Obviously Doug and his cat are not equals.  This doesn’t make Doug’s love for his cat any less real, but it does make his love less than perfect, because the cat cannot fully receive Doug’s love—that is, he can’t know it for what it is—and he certainly cannot return to Doug his own love, at least not in the way that we understand love.

         This understanding that perfect love can only be shared between equals is reinforced in our reading from the book of Genesis where it tells us that, after God created Adam, he sought to create a companion for him, but that none of the animals were suitable, because none were equal to him.  When God created Eve, though, he took a part of Adam so that Eve would be “bone of his bones and flesh of his flesh”: in other words, so that she would be his equal.  All of this is to say simply that love, in its most deep and authentic form, is between persons: that is, between equals.  Yet, there is still something missing.

         Let’s continue by stating something that we might think is pretty obvious: that if God is perfect love within himself, he must be supremely happy.  Just as Doug and Jennifer know that with their perfect married love, they need nothing else in this world to be happy (besides God, of course), so God, because he is perfect love within himself, needs nothing else to be happy.  Did you hear that?  God needs nothing else to be happy, not even us.  Even if God hadn’t created anything, he would still be perfectly happy in the perfect love that he is in himself.  Sounds kind of selfish, doesn’t it?  Well, rest assured, it is.  Love between two people that is closed off from being shared with others is selfish; in a sense, the couple is “hoarding” the delight of their love all for themselves.  For love to be perfect, and if it is to be the highest level of happiness that one can experience, there must be an openness to being shared.  In other words, the perfect happiness that results from perfect love would not be possible if a) the two were not open to sharing that happiness with a third and b) if there wasn’t a third person with whom to share it.  This sharing is what certain theologians have called, “fellowship.”  And just as the two who love must be equal in order for love to be perfect, the third, in order to fully share in the delight, that is, the fellowship, of the two, must also be equal to them.

         Doug and Jennifer were having difficulty conceiving a child.  This was a great burden for them because their married love literally ached for there to be a third person, equal to them, who could fully participate in the happiness of their love.  After a while, they decided to get a puppy.  They knew that the puppy could never participate fully in their delight, but their desire that there be fellowship in their family was so great that they were willing to compromise with an incomplete fellowship until God’s will granted them the grace of a more perfect fellowship by having a child (which he did, three times!).  For God, however, this isn’t a problem.  We know that he is perfect love.  And so we know that he is a plurality of equal persons in himself.  And, thanks to the work of various theologians, we know that this plurality of persons must be three: the One who loves, the One who is loved, and the Fellowship of their love; that is, the Father, the Son, and the Holy Spirit.

         I know that this has been a lot to take, but there is one last thing that needs to be said.  There is good reason why the example of Doug and Jennifer works here, because the very nature of a family, formed by the marriage of a man and a woman, is itself an image of the God.  And it is in the differences, differences which are complementary, between a man and a woman that makes possible this image.  Just as the differences between the Father and the Son complement each other and make possible the outpouring of love that literally begets the Holy Spirit (a begetting that would not be possible if it were “the Father and the Father” or “the Son and the Son”), so too the differences between men and women complement each other to make possible the outpouring of love that begets, that is, co-creates with God, a child, a person equal in dignity that delights in the fellowship of love with his or her mother and father.  Anything else, quite frankly, is false: it’s artificially creating something God never intended.  Can co-equal love exist outside marriage?  Sure.  But it cannot be marriage, and therefore an image of God, if the possibility of total self-giving, to the point of the natural creation of another, does not exist.  To think otherwise is to fall victim to original sin: that is, believing that we can have it our way, instead of adhering to the wisdom with which God created the world.

         Friends, we live in a society whose members have been working to redefine marriage and family for over a generation.  The result is that countless young people today have little to no experience of marriage and family as God intended it to be.  One of the critical consequences of this change is that we’ve lost our sense of what it truly means to be created in the image and likeness of God: that is, to become a plurality of persons in which perfect love is given and received, and whose delight spills over into fellowship with a third.

         As we as the Church in the United States enter this “Respect Life” month, let us remember and defend the inherent dignity of the family—man, woman, and their children: for, in doing so, we will not be able to forget, nor fail to defend, the inherent dignity of each person, from his creation in his mother’s womb until his final, natural breath, and at every point in between.  When we do, we will honor and glorify God in his creation, which includes each of us.  And so, as we approach this altar of thanksgiving today, let us thank God for this great gift; and let us renew our commitment to living as and defending his image in the world.

Given in Spanish at Our Lady of the Lakes Parish: Monticello, IN

October 6th, 2024

La imagen y semajanza de Dios

 Homilía: 27º Domingo en el Tiempo Ordinario – Ciclo B

         Como seres humanos, todos conocemos el amor de alguna manera, y sabemos que el amor siempre implica al menos dos cosas: alguien que ama y un objeto amado. Además, supongo que la mayoría de nosotros podemos distinguir entre el amor superficial que sentimos por cosas, como el café, el chocolate o un delicioso bistec, y el amor que sentimos por otras personas. Incluso me aventuraría a decir que aquellos de nosotros que nos consideramos “amantes de las mascotas” aún podríamos distinguir entre el amor que sentimos por nuestros gatos, perros o pájaros y el amor que sentimos por nuestros conjugues, nuestros hijos y nuestros amigos cercanos. Reconocemos que el amor más profundo y auténtico es algo que se comparte por igual, y que incluso el perro más fiel o el gato más cariñoso, o incluso la porción más decadente de tarta de chocolate, no pueden devolvernos nuestro amor con la misma igualdad con la que nosotros podemos dárselo.

         A lo largo de los siglos, muchos teólogos han llegado a la conclusión de que para que Dios sea perfecto, debe ser amor, porque no hay nada más perfecto que el amor. Y que para que Dios sea amor, plena y completamente en sí mismo, debe haber una pluralidad de personas dentro de la única y singular Deidad. Si no la hubiera, Dios tendría que salir de sí mismo para amar, lo que significaría que, en el mejor de los casos, sería alguien que ama, pero que no podría ser el amor mismo. Pero Dios es amor en sí mismo, como nos revela san Juan. Lo que esto significa, entonces, es que Dios de alguna manera debe ser más de una persona; de lo contrario, no podría ser amor en sí mismo. Más aún, para que el amor sea perfecto, debe ser compartido entre personas que sean iguales entre sí. Por lo tanto, dado que Dios es perfecto, las personas que están de alguna manera dentro de la única Deidad deben ser ambas perfectas, de lo contrario, el amor que es Dios sería incompleto, lo cual es imposible, porque él es perfecto. ¿Todavía confundido? Yo también lo estoy. Veamos si podemos llevar esto más cerca de casa.

         Cuando mi amiga Jennifer ama a su marido Doug, lo hace “perfectamente” (en la medida en que puede, ya que ninguno de nosotros puede hacer nada realmente perfecto). Esto se debe a que el amor entre dos personas que están casadas es un amor entre iguales, un hombre y una mujer, un marido y una esposa; es decir, dos personas. Como Doug y Jennifer son iguales, Doug puede recibir completamente el amor perfecto que Jennifer da y puede devolverle su propio amor perfecto a Jennifer, que puede recibirlo completamente. A lo contrario, cuando Doug ama a su gato, lo hace “imperfectamente”. Esto se debe a que el amor, para ser perfecto, debe ser compartido por iguales. Obviamente, Doug y su gato no son iguales. Esto no hace que el amor de Doug por su gato sea menos real, pero sí hace que su amor sea menos que perfecto, porque el gato no puede recibir completamente el amor de Doug (es decir, no puede conocerlo por lo que es) y ciertamente no puede devolverle a Doug su propio amor, al menos no en la forma en que entendemos el amor.

         Esta comprensión de que el amor perfecto sólo puede ser compartido entre iguales se refuerza en nuestra lectura del libro del Génesis, donde se nos dice que, después de crear a Adán, Dios trató de crear una compañera para él, pero que ninguno de los animales era adecuado, porque ninguno era igual a él. Sin embargo, cuando Dios creó a Eva, tomó una parte de Adán para que Eva fuera “hueso de sus huesos y carne de su carne”: en otras palabras, para que fuera su igual. Todo esto viene a decir simplemente que el amor, en su forma más profunda y auténtica, es entre personas: es decir, entre iguales. Sin embargo, todavía falta algo.

         Continuemos afirmando algo que podríamos pensar que es bastante obvio: que si Dios es amor perfecto en sí mismo, debe ser supremamente feliz. Así como Doug y Jennifer saben que, con su amor matrimonial perfecto, no necesitan nada más en este mundo para ser felices (además de Dios, por supuesto), así también Dios, porque él es amor perfecto en sí mismo, no necesita nada más para ser feliz. ¿Escucharon eso? Dios no necesita nada más para ser feliz, ni siquiera a nosotros. Incluso si Dios no hubiera creado nada, seguiría siendo perfectamente feliz en el amor perfecto que él es en sí mismo. Suena un poco egoísta, ¿no? Bueno, estén seguros de que lo es. El amor entre dos personas que está cerrado a ser compartido con otros es egoísta; en cierto sentido, la pareja está “acaparando” el deleite de su amor solo para sí mismos. Para que el amor sea perfecto, y para que sea el nivel más alto de felicidad que uno puede experimentar, debe haber una apertura a ser compartido. En otras palabras, la felicidad perfecta que resulta del amor perfecto no sería posible si a) los dos no estuvieran abiertos a compartir esa felicidad con un tercero y b) si no hubiera una tercera persona con quien compartirla. Este compartir es lo que algunos teólogos han llamado “comunión”. Y así como los dos que se aman deben ser iguales para que el amor sea perfecto, el tercero, para poder compartir plenamente el deleite, es decir, la comunión, de los dos, también debe ser igual a ellos.

         Doug y Jennifer tenían dificultades para concebir un hijo. Esto era una gran carga para ellos porque su amor conyugal literalmente dolía que hubiera una tercera persona, igual a ellos, que pudiera participar plenamente en la felicidad de su amor. Después de un tiempo, decidieron tener un perrito. Sabían que el perrito nunca podría participar plenamente en su deleite, pero su deseo de que hubiera comunión en su familia era tan grande que estaban dispuestos a transigir con una comunión incompleta hasta que la voluntad de Dios les concediera la gracia de una comunión más perfecta al tener un hijo (¡lo cual hizo, tres veces!). Para Dios, sin embargo, esto no es un problema. Sabemos que él es amor perfecto. Y por lo tanto sabemos que él es una pluralidad de personas iguales en sí mismo. Y, gracias al trabajo de varios teólogos, sabemos que esta pluralidad de personas deben ser tres: el que ama, el que es amado y la Comunidad de su amor; es decir, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

         Sé que esto ha sido mucho para asimilar, pero hay una última cosa que es necesario decir. Hay una buena razón por la que el ejemplo de Doug y Jennifer funciona aquí, porque la naturaleza misma de una familia, formada por el matrimonio de un hombre y una mujer, es en sí misma una imagen de Dios. Y es en las diferencias, diferencias que son complementarias, entre un hombre y una mujer que hace posible esta imagen. Así como las diferencias entre el Padre y el Hijo se complementan entre sí y hacen posible la efusión de amor que literalmente engendra al Espíritu Santo (un engendramiento que no sería posible si fuera “el Padre y el Padre” o “el Hijo y el Hijo”), así también las diferencias entre hombres y mujeres se complementan entre sí para hacer posible la efusión de amor que engendra, es decir, co-crea con Dios, un hijo, una persona igual en dignidad que se deleita en la comunión de amor con su madre y padre. Cualquier otra cosa, francamente, es falsa: es crear artificialmente algo que Dios nunca quiso. ¿Puede existir un amor co-igual fuera del matrimonio? Por supuesto. Pero no puede haber matrimonio, y por tanto imagen de Dios, si no existe la posibilidad de una donación total, hasta la creación natural de otro. Pensar de otro modo es caer en el pecado original, es decir, creer que podemos hacer las cosas a nuestra manera, en lugar de adherirnos a la sabiduría con la que Dios creó el mundo.

         Hermanos y hermanas, vivimos en una sociedad cuyos miembros han estado trabajando para redefinir el matrimonio y la familia durante más de una generación. El resultado es que hoy en día innumerables jóvenes tienen poca o ninguna experiencia del matrimonio y la familia tal como Dios quiso que fueran. Una de las consecuencias críticas de este cambio es que hemos perdido nuestro sentido de lo que realmente significa ser creados a imagen y semejanza de Dios: es decir, llegar a ser una pluralidad de personas en las que se da y se recibe un amor perfecto, y cuyo deleite se desborda en la comunión con un tercero.

         Al entrar en este mes del “Respeto a la Vida”, como Iglesia en los Estados Unidos, recordemos y defendamos la dignidad inherente de la familia: el hombre, la mujer y sus hijos; porque, al hacerlo, no podremos olvidar ni dejar de defender la dignidad inherente de cada persona, desde su creación en el vientre de su madre hasta su último aliento natural, y en cada punto intermedio. Cuando lo hagamos, honraremos y glorificaremos a Dios en su creación, que nos incluye a cada uno de nosotros. Por eso, al acercarnos hoy a este altar de acción de gracias, agradezcamos a Dios por este gran don; y renovemos nuestro compromiso de vivir a su imagen y defenderla en el mundo.

Dado en la parroquia de Nuestra Señora de los Lagos: Monticello, IN

6 de octubre, 2024