Homilía: Domingo en la Octava de la Pascua – Ciclo A
2º Domingo de la Pascua
– Domingo de la Divina Misericordia
Una de
las cosas que he venido realizar atrás de los años es que los muchachos son raros.
Tengo muchas razones para llegar a esta conclusión, pero una en particular me
destaca hoy. Es un comportamiento peculiar de los muchachos en el que muestran
y comparan fácilmente heridas abiertas y / o cicatrices entre sí. ¿Verdad? Lo
hacen especialmente cuando la historia de cómo esas heridas / cicatrices se
obtuvieron es algo de lo que estaban particularmente orgullosos. Mientras que
la mayoría de nosotros miramos a una de sus heridas abiertas y nos sentimos
disgustados, ¡un muchacho diría “COOOL!!!!" mientras el muchacho con la
herida contó cómo obtuvo esa herida mientras intentaba saltar entre los brazos
de un árbol, como los monos que él vio en el zoológico. Su herida, lejos de ser
una vergüenza por haber fallado en su intento de imitar a un mono, se muestra
como si fuera una insignia de honor por haber intentado algo aventurero y haber
sobrevivido. Sí, los muchachos son raros.
Hoy, en
nuestra lectura del Evangelio, contamos que cuando Jesús apareció a los
Apóstoles en la Pascua, les mostró las heridas en Sus manos y Su costado. Al
escuchar de nuevo este pasaje, casi dos mil años después de que fue escrito, la
extrañeza de esta situación ya no nos puede parecer extraña: más bien, nos
hemos acostumbrado a la idea de que el cuerpo resucitado de Jesús retenía las
heridas de su crucifixión. Tal vez incluso pensamos que esta demostración de
sus heridas es como los muchachos que muestran sus heridas como insignias de
honor. Para los discípulos, sin embargo, toda esta experiencia fue extraña,
aterradora y chocante: no sólo para ver al Señor resucitado de los muertos,
sino también resucitado con las heridas abiertas en su cuerpo. Me imagino que
todo el que se encontró con Jesús después de la Resurrección debe haber notado
que Su cuerpo glorificado conservó estas heridas de la Crucifixión; y el hecho
de que las heridas mismas no eran como cicatrices, sino como carne desgarrada:
carne que los dedos y las manos de Tomas podían sondar y examinar.
Imagínense,
por un momento, que estábamos escuchando esta noticia por primera vez. ¿No nos
detenemos y nos preguntamos: "Por qué Jesús escogió retener las heridas de
una muerte tan aterradora, una muerte que Su Resurrección había derrotado
poderosamente? Las heridas o incluso las cicatrices son imperfecciones. ¿Por
qué, entonces, las marcas de la Pasión de Jesús permanecen en Su carne perfecta
y glorificada cuando, con la misma facilidad, Él podría haber elegido no tenerlas?"
Como en
todas las cosas, cuando buscamos la razón por las acciones de Dios, el mejor
punto para comenzar es siempre con esta respuesta: "Él lo hizo por
mí". Recuerda que Dios nunca necesita actuar para ayudarse a sí mismo
porque Dios es perfecto en sí mismo. Dios también es amor; y así todas sus
acciones son actos de amor que se da a sí mismo y que están dirigidos hacia
nuestra salvación. Con esto en mente, podemos asumir que Jesús escogió guardar
las heridas de la Crucifixión en Su cuerpo glorificado para nuestro beneficio.
"Él lo hizo por mí". Esto, por supuesto, plantea la siguiente
pregunta: "Si Jesús hizo esto por mí, ¿cómo me ayudó encontrar las heridas
de Jesús Resucitado como lo hicieron Sus discípulos?"
Primero,
las heridas de Jesús son una prueba de su identidad. Cuando Nuestro Señor
mostró sus manos y su lado a los Apóstoles en la Pascua, se regocijaron porque
las heridas verificaron que el hombre delante de ellos era verdaderamente
Jesús, el Crucificado, que había sido resucitado. Hay una leyenda que dice que
el diablo una vez trató de engañar a San Martín de Tours a adorarle,
apareciendo a él vestido con ropa fina y joyas, y afirmando ser nuestro Señor.
San Martín, sin embargo, rápidamente descubrió el truco del diablo y dijo:
"¿Dónde están las marcas de los clavos? ¿Dónde está la herida en tu
costado? Cuando vea las marcas de la pasión entonces lo adoraré." Sin las
heridas de la crucifixión, San Martín sabía que no era Jesús.
Sin
embargo, las heridas del Cristo Resucitado son más que un medio de
identificación. Más bien, son parte integral de quien Él es. Jesús no puede ser
separado de Sus heridas, ni siquiera en Su cuerpo glorificado, porque Sus
heridas nos muestran continuamente que Él es Nuestro Salvador. El Señor
Resucitado Jesús guardó las marcas de Su sacrificio, que nos liberó de nuestros
pecados. Él llevó en su carne resucitada las marcas que demuestran que él
también conoce íntimamente nuestro sufrimiento físico y emocional, y, a través
de su victoria, que nuestro sufrimiento puede transformarse en un medio de
salvación para nosotros y para los demás. En otras palabras, Jesús lleva las
heridas de su crucifixión en su cuerpo glorificado para mostrarnos que él no
vino a eliminar nuestra herida, sino más bien a redimirla y glorificarla.
Por
último Jesús lleva las heridas de la crucifixión en Su cuerpo glorificado por
toda la eternidad, para que podamos experimentar el poder y la profundidad de
Su amor misericordioso por nosotros cuando lo encontramos en la carne, así como
Santa María Magdalena, Santo Tomás, San Pedro, y San Pablo lo hizo cuando ellos
mismos encontraron al Señor Resucitado: un poder y una profundidad que podemos
experimentar cuando meditamos sobre estas heridas a través de las cuales nos
salvó.
Santa
Faustina Kowalska, la mística polaca a la que Jesús apareció y dio la tarea de
difundir la devoción a la Divina Misericordia, escribió esto en su diario:
"Mientras rezaba ante el Santísimo Sacramento y saludaba las cinco heridas
de Jesús, un torrente de gracia que brota en mi alma, dándome un anticipo del
cielo y una confianza absoluta en la misericordia de Dios." Hermanos, el
cuerpo glorificado de Jesús lleva las heridas de la crucifixión para invitarnos
continuamente a acercarnos a él para recibir su misericordia. Así, meditar en
las Sagradas Heridas de Jesús es una manera de ponernos en contacto con Su amor
misericordioso.
Más aún,
mis hermanos y hermanas, Nuestro Señor Resucitado nos aparecen en cada
Misa—cuerpo, sangre, alma y divinidad—en la Sagrada Comunión: incluyendo Sus
heridas glorificadas. Aunque Santo Tomás pudo tocar estas heridas con sus
manos, nosotros podemos experimentarlas aún más íntimamente entrando en ellas
cada vez que recibimos la Sagrada Comunión. Y así, mientras nos preparamos para
recibir a Nuestro Señor aquí hoy, meditemos en este gran misterio de las
heridas glorificadas de Cristo, para que nosotros también pudiéramos sentir
"un torrente de gracia" corriendo hacia nosotros, y así recibir, como
Santa Faustina, "un anticipo del cielo y una confianza absoluta en la
misericordia de Dios". Llenos de esta confianza, nosotros mismos, heridas
y todos, seremos fortalecidos para realizar nuestra visión de una comunidad
católica, unido en la Eucaristía.
Que
María, Primera Discípula de la Divina Misericordia, sea nuestra guía y
protección, como hoy nos redirigimos a esta tarea gozosa.
Dado en la parroquia de San Pablo: Marion, IN – 23 de
abril, 2022
Dado en la parroquia de Nuestra Señora de los Lagos:
Monticello, IN, y la parroquia de Nuestra Señora de Carmen: Carmel, IN – 24 de
abril, 2022