Sunday, November 17, 2024

Crossfit para la tribulacion final

 Homilía: 33º Domingo en el Tiempo Ordinario – Ciclo B

         Hermanos, al acercarnos al final del año litúrgico, las lecturas de la Misa siempre nos señalan las “últimas cosas”: nos recuerdan el juicio final y la necesidad de estar preparados cuando llegue. Siguiendo ese tema, las lecturas de hoy nos dan imágenes de cómo serán los eventos que conducirán al juicio; y no suena divertido, ¿verdad? En la primera lectura, leemos: “será aquel un tiempo de angustia como no lo hubo desde el principio del mundo”. Luego, en la lectura del Evangelio, Jesús dice: “Cuando lleguen aquellos días, después de la gran tribulación, la luz del sol se apagará, no brillará la luna, caerán del cielo las estrellas y el universo entero se conmoverá”. “Excelente… Lo espero mucho…” 😬

         En vista de esto, es importante recordar que uno de los grandes errores de pensamiento que podemos cometer como cristianos es creer que, como estoy en el “Equipo de Jesús”, todo me va a ir bien en este mundo. En otras palabras, es creer que, “ya ​​que estoy del lado de Dios, y como es el mundo de Dios, Dios ciertamente derramará favores sobre mí para que pueda pasar por la vida relativamente ileso”. Esto es un error por dos razones. Primero, nos hace vulnerables a cuestionar la bondad de Dios cuando nos llegan los inevitables sufrimientos de este mundo. Si creemos que estar en el “Equipo de Jesús” significa que estaremos protegidos del sufrimiento, entonces el sufrimiento inevitable que experimentaremos nos convencerá de que nos han mentido con respecto a los beneficios de seguirlo. Segundo, esta creencia de que seguir a Jesús nos lleva a una vida cómoda nos deja sin preparación para la tribulación que vendrá antes del juicio final. Si todo lo que hacemos es buscar una vida cómoda, creyendo que está ordenada para nosotros por Dios, entonces, cuando llegue la tribulación, seremos débiles y no estaremos preparados para soportar lo que esa tribulación final traiga.

         Permítanme enfatizar lo que acabo de proponer. Lo que propuse fue esto: que Dios nos permite sufrir en esta vida para prepararnos para enfrentar la tribulación que vendrá justo antes del juicio final. ¿Alguna vez lo han pensado de esta manera? Puedo decir que muy pocas veces lo pienso de esta manera. Más bien, ¿con qué frecuencia escuchamos a la gente hablar sobre “el problema del sufrimiento”, con lo que quieren decir: “El sufrimiento parece no tener sentido ni propósito, y el sentido/propósito es lo que hace que los sufrimientos sean soportables”. Sin embargo, lo que acabo de decir contradice eso. ¿El sufrimiento está vacío de sentido? No. ¿Es una tragedia terrible que toda la humanidad debe experimentar a causa del pecado original? Sí. Pero, ¿está vacío de sentido? No. Más bien, todo sufrimiento tiene un fin al que apunta: el sufrimiento que experimentamos como consecuencia de nuestros pecados personales tiene un significado “a corto plazo” en el sentido de que funciona como un correctivo a nuestra conducta pecaminosa. El sufrimiento que experimentamos a causa de los pecados de los demás, o simplemente porque el mundo todavía es imperfecto, si lo soportamos con paciencia, tiene un significado “de largo plazo”, en cuanto nos está entrenando para perseverar en las pruebas en anticipación de la gran prueba final que vendrá al final de los tiempos.

         Hermanos, por eso Jesús reprendía constantemente a sus discípulos cada vez que traicionaban la creencia de que seguir a Jesús significaría tener cómodas posiciones de prestigio por encima de la gente. “Jesús, nos gustaría que nos sentaras a tu derecha y a tu izquierda en el reino”. “Ah”, respondió Jesús, “no saben lo que piden. ¿Pueden beber la copa que yo beberé y someterse al bautismo que yo recibiré? Sí, lo harán…” “Tengo que ir y sufrir a manos de los hombres”, les dijo Jesús. “¡Eso nunca le sucederá a usted!”, respondió Pedro. “¡Quítate de delante de mí, Satanás!”, fue la réplica de Jesús. Por eso, justo antes de entrar en Jerusalén por última vez, Jesús les recuerda a sus discípulos la tribulación que se avecina y que no deben dejarse engañar pensando que no tendrán que sufrirla. Más bien, los exhorta a estar preparados para ella: algo que les ha estado instruyendo a hacer desde el primer día, ¿verdad? “Si quieres ser mi discípulo, toma tu cruz cada día y sígueme”.

         ¡Qué bendición es, entonces, que nos recuerden la tribulación que se avecina! Sin ella, podríamos caer en la tentación de pensar que los sufrimientos de este mundo no tienen sentido o, peor aún, que son una señal de que Dios no es quien creemos que es, ya que permite que sus seguidores sufran. Recordar la tribulación que se avecina, por tanto, es recordar que los sufrimientos que soportamos ahora son un campo de entrenamiento—un gimnasio de crossfit, por así decirlo—que nos purifica de la impureza del pecado y nos fortalece para perseverar hasta el fin. Así, podemos entender lo que dice San Pablo cuando dice que debemos “dar gracias en todo” (1 Tes 5:18), porque, sin los sufrimientos que experimentamos ahora, no estaríamos preparados para afrontar la tribulación que se avecina. Probablemente nos encontraríamos “enloqueciendo” como el resto del mundo y tal vez hasta perderíamos nuestra salvación. Sin embargo, si permitimos que nuestros sufrimientos nos fortalezcan, seremos como el héroe/heroína del final de una película de acción: afrontando valientemente la tribulación con la confianza de que ya la hemos superado gracias a Cristo que nos ha salvado.

         Hermanos, ¡por eso es tan importante el Evangelio! Es como el «código de trucos» de la vida. A través de él, Dios, en su misericordia, ha revelado el fin al que apuntan nuestras vidas (la comunión eterna con él) y que Él dispone providencialmente las circunstancias de nuestra vida (en la medida de lo posible, respetando nuestra libre voluntad), tanto para que este Evangelio pueda ser proclamado en todas partes como para que estemos preparados para soportar todas las cosas—incluida la tribulación final—para así entrar en su gloria eterna. Qué gran regalo, ¿verdad? Sabemos a dónde vamos; sabemos lo que vamos a tener que pasar para llegar allí; y sabemos lo que tenemos que hacer para superarlo. ¡Todo lo que tenemos que hacer es hacerlo! Quiero decir, la perspectiva de tener que pasar por una tribulación no suena como un regalo, por supuesto. Pero el hecho de que sabemos que tendremos que pasar por ello y que se nos están proporcionando los medios para prepararnos para soportarlo es motivo suficiente para dar gracias a quien nos ha revelado esto, ¿no?

         Hermanos, si alguna vez perdemos la fe en esos hechos, sólo tenemos que regresar aquí, a la Misa. Esto es porque aquí, en la Misa, recordamos que Dios mismo vino a vivir como uno de nosotros, que sufrió como nosotros sufrimos en el mundo (¡y aún más!)—hasta el punto de la muerte—y que resucitó de entre los muertos y vive en la gloria eterna para hacer posible que nosotros hagamos lo mismo. Más aún, nos alimenta con su vida divina para fortalecernos ahora, mientras soportamos nuestras pruebas, y para recordarnos que no nos dejará solos en la tribulación final: fortificando nuestros cuerpos y nuestros espíritus para confiar en la promesa de una vida futura.

         Por eso, con todos los santos que ya han recibido el premio por su perseverancia, demos gracias a Dios en esta Misa. Luego, con la fuerza recibida de este altar, sigamos adelante con la confianza de que las cruces que llevamos diariamente nos están preparando para vivir en paz, libres de todo sufrimiento, en la gloria de Dios en el cielo.

Dado en la parroquia de San Jose: Rochester, IN – 17 de noviembre, 2024

Crossfit for the final tribulation

 Homily: 33rd Sunday in Ordinary Time – Cycle B

         Friends, as we approach the end of the liturgical year, the readings for Mass always point us towards the “last things”: reminding us of the final judgment and the necessity to be ready when it comes.  Following on that theme, today’s readings give us images of what the events leading up to the judgment will look like; and it doesn’t sound like fun, does it?  In the first reading, we read, “it shall be a time unsurpassed in distress since nations began until that time.”  Then, in the Gospel reading, Jesus says, “In those days after the tribulation the sun will be darkened, and the moon will not give its light, and the stars will be falling from the sky, and the powers in the heavens will be shaken.”  “Greeeaaat… I can’t wait.” 😬

         In light of this, it’s important to remember that one of the great errors of thinking that we can make as Christians is to believe that because I’m on “Team Jesus”, everything is going to go well for me in this world.  In other words, it’s believing that, “since I’m on God’s side, and since it’s God’s world, God will certainly pour out favors on me so that I get through life relatively unscathed”.  This is an error for two reasons.  First, it makes us vulnerable to question the goodness of God when the inevitable sufferings of this world come to us.  If we believe that being on “Team Jesus” means we’ll be protected from suffering, then the inevitable suffering that we will experience will convince us that we had been lied to in regards to the benefits of following him.  Second, this belief that following Jesus leads us to a comfortable life leaves us unprepared for the tribulation that will come before the final judgment.  If all we do is seek a comfortable life, believing that it is ordained for us by God, then, when the tribulation comes, we will be soft and unprepared to withstand whatever that final tribulation will bring.

         Let me slow down right here and emphasize what I just proposed.  What I proposed was this: that God permits us to suffer in this life in order to prepare us to face the tribulation that will come just before the final judgment.  Have you ever thought of it in this way?  I can say that quite rarely do I think of it in this way.  How often, rather, do we hear people talk about “the problem of suffering”, by which they mean, “Suffering seems to have no meaning or purpose, and meaning/purpose is what makes sufferings bearable.”  What I just said, however, contradicts that.  Is suffering empty of meaning?  No.  Is it a terrible tragedy that all humanity must experience because of Original Sin?  Yes.  But is it empty of meaning?  No.  Rather, all suffering has an end for which it is aimed:  Suffering that we experience as a consequence of our personal sins has “short-term” meaning in that it works as a corrective to our sinful behavior.  Suffering that we experience because of others’ sins, or simply because the world is still imperfect, if we bear them patiently, has “long-term” meaning, in that it is training us how to persevere through trials in anticipation of the great final trial that will come at the end of time.

         Friends, this is why Jesus constantly rebuked his disciples whenever they betrayed a belief that following Jesus would mean having comfy positions of prestige above the people.  “Jesus, we would like it that you would have us sit at your right and your left in the kingdom.”  “Huh,” Jesus replied, “You don’t know what you are asking for.  Can you drink the cup that I will drink and undergo the baptism I will undergo?  Indeed you will…”  “I must go and suffer at the hands of men,” Jesus told them.  “This will never happen to you!” Peter replied.  “Get behind me, Satan!” was Jesus’ retort.  Because of this, just before Jesus entered Jerusalem for the last time he reminds his disciples of the coming tribulation and that they should not be fooled into thinking that they will not have to undergo it.  Rather, he exhorts them to be ready for it: something that he’s been instructing them to do since day one, right? “If you wish to be my disciple, take up your cross daily and follow me.”

         What a blessing it is, therefore, to be reminded of the coming tribulation!  Without it, we might be lulled into thinking that the sufferings of this world are either meaningless or, worse yet, a sign that God is not who we believe him to be, since he allows his followers to suffer.  To be reminded of the coming tribulation, therefore, is to be reminded that the sufferings we endure now are a training ground—a crossfit gym, if you will—that both purifies us from the impurity of sin as well as strengthens us to endure to the end.  Thus, we can make sense of St. Paul, who says that we should “give thanks in all circumstances” (1 Thes 5:18), because, without the sufferings that we experience now, we would be unprepared to face the tribulation to come.  We would likely find ourselves “freaking out” like the rest of the world and perhaps even lose our salvation.  If we allow our sufferings to strengthen us, however, we will be like the hero/heroine at the end of an action movie: bravely charging into the tribulation with the confidence that we have already overcome it because of Christ who has saved us.

         This message, of course, is for all of us here, no matter the side of the grate on which you live.  For those on this side, the danger is to believe that God has blessed us with so much that surely he will sustain us in the trial, even if we’ve avoided daily sufferings in our lives.  Don’t be fooled, less the day catch you off guard and unprepared.  For those on that side, the danger is to think that, by choosing a life of penance, you’re automatically safe.  Certainly, there are many safeguards in your rule to prevent that from happening, but it’s important to remember that they are there because they are necessary.  In other words, the danger of complacency towards the daily work of carrying your crosses is real for you, too.

         Friends, this is why the Gospel is so important!  It’s like the “cheat code” for life!  Through it, God, in his mercy, has revealed the end to which our lives are aimed (eternal communion with him) and that he providentially arranges the circumstances of our lives (to the extent that he can while respecting our free will), both so that this Gospel might be proclaimed everywhere and that we might be made ready to endure all things—including the final tribulation—so as to enter into his eternal glory.  What a great gift, right?  We know where we are going; we know what we’re going to have to go through in order to get there; and we know what we have to do in order to get through it.  All we have to do is do it!  I mean, the prospect of having to go through a tribulation doesn’t sound much like a gift, of course.  But the fact that we know that we will have to go through it and that we are being provided the means to prepare ourselves to endure it is ample reason to give thanks to the one who has revealed this to us, no?

         Friends, if we ever lose faith in those facts, we only have to return here, to the Mass.  That’s because here, in the Mass, we remember that God himself came to live as one of us, that he suffered just as we suffer in the world (and even more!)—to the point of death—and that he rose from the dead and lives in eternal glory to make it possible for us to do the same.  Still more, he feeds us with his divine life to strengthen us now, as we endure our trials, and to remind us that he will not leave us alone in the final tribulation: fortifying our bodies and our spirits to trust in the promise of a life to come.

         Therefore, with all of the saints who have already received the reward for their perseverance, let us give thanks to God in this Mass.  Then, through the strength received from this altar, let us go forth with confidence that the crosses we carry daily are preparing us to live in peace, free from all suffering, in the glory of God in heaven.

Given at the Monastery of the Poor Clares: Kokomo, IN – November 17th, 2024

Sunday, November 10, 2024

Can I trust God with everything?

 Homily: 32nd Sunday in Ordinary Time – Cycle B

         One of the most moving experiences that I had during my time studying Spanish in Guatemala happened when I tagged along on a trip with two other students and an interpreter to visit a couple of small villages north of the Guatemalan city of Coban.  These villages didn’t have a source of fresh water and one of the students with whom I travelled, Christopher, was an engineer who worked to design simple systems to bring fresh water from a source higher in the mountain down to the village for them to use.  We travelled there so that Christopher could inspect potential sources of water and talk to the leaders in the villages about how to cooperate in bringing fresh water to their village.

         After checking out a potential water source early in the morning, we made our way down to the village to meet with the people and talk with their leaders.  We arrived around lunch time and they had prepared a meal for us.  Everyone gathered in the community hall and we were seated at the head table.  We were then served a simple soup with meat.  Meanwhile, everyone else watched us eat.  It was rather awkward for me and I didn’t really want to eat, but our interpreter leaned over and let me know that meat was something that the people of the village rarely ate because it was so expensive and that they couldn’t have afforded enough to feed everybody.  So, I politely ate while the others watched.

         I was really moved by that gesture of hospitality and when I think of the poor widow of Zarephath I can’t help but be reminded of the hospitality that I received from those poor folks in Guatemala.  And I wasn’t even the important one!  I had just tagged along!  These folks, nonetheless, honored me as their guest like the widow of Zarephath honored Elijah, in spite of what that would mean for herself and for her son.  The widow considered her duty to hospitality first and so did these folks in Guatemala.

         What moved me most, I think, was just how uncomfortable it made me.  Sure, I’ve never liked being the center of attention, but this was different.  My discomfort was in the fact that I had become acutely aware of just how much I had and just how little they had.  I had driven to their village in a rented truck.  These people probably didn’t have a truck to share between them and probably didn’t have the means to put fuel in it to keep it running, even if they did.  I had a hot shower in the morning, but they bathe in rainwater that they collect off of their roofs.  Yet they served me soup with meat in it and then watched me eat it because they couldn’t afford to make enough for everybody!  And I couldn’t even offer them the promise of rain to maintain their water supply!  I remember feeling like the scribes whom Jesus accuses of making themselves important and of “devouring the houses of widows”.

         And it wasn’t just that day, either.  In fact, this Gospel passage always makes me feel uncomfortable.  This is because I know that what I give to support our parish, the greater Church, and those in need comes from my surplus.  I strive to be generous, of course, but it’s still my surplus.  Thus, my conscience challenges me whenever I reflect on passages in the Gospel like this one that we read today.  “You’re not giving to the point of sacrifice” my conscience tells me.  “But it can be a lot of money”, I reason with my conscience: “Does God really want me to give it all?”  And I can’t help but think that this part, at least—the part of deciding how much I should be giving—would be a lot easier if I didn’t have so much.  (A sentiment, perhaps, that you Sisters might readily agree with.)

         Some of us, I know, are giving like the widow.  You are making sacrifices to continue giving to the Church and those in need and you should feel commended for doing so.  I can only imagine how difficult it must be to try and maintain a steady level of giving if you are on a fixed income, if you’re underemployed, or if you’re paying education bills.  If this willful sacrifice comes from your sense of duty to God and to the Church, then you are certainly storing up treasure in heaven.

         Most of us, however, give from our surplus.  Some of us are minimalists: we for fear our financial security or we give into self-serving greed (or a little of both) and so we give as little as is necessary so as to feel like we’ve done our duty.  This kind of minimalist sense of “duty” is false piety, however, because it betrays a lack of trust in God.  Many of us, however, give very generously!  And we should be commended if that generous giving truly comes from a sense of duty to God, to the Church, and, therefore, to those in need, whom God loves in a special way.  Yet we’re not, perhaps, at the point of having to sacrifice something so that we can give.

         Now, I’m not saying that we should give to the point of sacrifice just so that we can say that we do and thus feel justified before God.  What I am saying, rather, is that, in giving to the point of sacrifice, we approach a more absolute trust in God.  This kind of trust-based giving (versus calculation-based giving) is much more pleasing in the eyes of God.  The widow from Zarephath and the widow in the Temple are both great examples of this.  Both gave up their last bit of security to God—and, thus, made themselves completely reliant on him to provide for their needs—and both were commended for their faith.

         My dear Sisters and friends, if we have not yet given to the point of sacrifice (or, perhaps, even if we have), then perhaps today’s Gospel will cause us to feel a little unsettled.  Because to resolve this discomfort, we will have to allow ourselves to be challenged: to ask ourselves hard questions like “How much do I trust in God” and “Am I ready to give him everything if he asks for it?”  Unfortunately, there are no simple answers to these questions, only an example to follow: Jesus on the cross.  Jesus’ total faith in the Father was what made it possible for him to bear the suffering of his Passion and Death.  Therefore, as we approach this altar today to receive the fruit of his sacrifice, let us pray that God would give us that same faith: so that we, too, might give ourselves completely to him, and thus share in the reward won for us by Jesus: life eternal.

Given at the Monastery of the Poor Clares: Kokomo, IN – November 10th, 2024

Monday, November 4, 2024

To love God with our whole selves, we need to be integrated.

 Homily: 31st Sunday in Ordinary Time – Cycle B

         More than 20 years ago now, when I was still a young adult, I found myself in a difficult moment, personally.  This was long before I discerned the priesthood and entered the seminary.  A long-term relationship that I had with a young woman had ended… badly.  I was very dissatisfied with my chosen career.  And I was living here in Indiana, where, at the time, I had few friends and no family.  I was stuck, because my understanding about life was that I had to choose how I would live it and I felt that all of my choices up to that point were bad ones.

         Thus, I decided to start anew.  Certainly, I believed, the lessons I had learned through my choices so far would help me choose better for my life in the future.  This proved to be harder than I thought, however.  With every enticing option that presented itself, there was a voice in my head that said, “How can you be sure that this will turn out better than what you had already chosen?”  I was still stuck.

         It wasn’t until I participated in a parish mission that I discovered the way out.  The priest who preached the mission taught and reemphasized the importance of asking God what his will is for our lives and then striving to follow it.  It was in that moment that I recognized (in fact, I felt like I discovered) the truth of vocation: that is, that our lives will become fulfilling and satisfying not when we choose to do the thing that we most want to do in the world, but rather when we experience a call from outside of ourselves to move in a particular direction and do a particular thing.  In that moment I had no idea what that direction or thing might be.  Nonetheless, I embraced the truth as if it had unlocked for me a great secret to happiness.

         Reflecting back on that time in my life, I see in myself a lot of the scribe in today’s Gospel reading.  He comes to Jesus and, having heard how Jesus astutely responded to the questioning of others, decides to ask him a fundamental question: “Which is the first of all the commandments?”  As we heard, Jesus responds by naming the command to love God above all things.  The scribe, in hearing his answer, was confirmed in his own conviction and so affirms what Jesus said.  Jesus, then, affirms the scribe for his understanding and, with an audacity that only someone with divine authority could do, declares that the “kingdom of God” is “not far” from him.  In other words, Jesus declares that this man, in demonstrating his heartfelt understanding of God’s commandments, is well on the path to the happiness that his heart seeks.  I imagine that the scribe was feeling the same satisfaction that I felt when I had “discovered” that finding happiness in life is about finding and following a vocation—a calling from God—rather than striving to forge a path of happiness on my own. ///

         All of us here believe in God at one level or another.  And so all of us, at least implicitly, believe Jesus when he teaches us that “the first commandment is this: you shall love the Lord your God with all your heart, with all your soul, with all your mind, and with all your strength.”  What I mean by that is this: We can all hear these words today and say to ourselves, “Yes, that is true.  This is the ideal for which I should be striving”.  As we hear it, however, perhaps there is a little voice that emerges that says, “Woof.  I’m a long way from doing that.”

         Thus, we discover the great challenge of this commandment: God commands that we love him with our whole being (heart, soul, mind, and strength).  Yet, when we examine ourselves, we find that we are highly disintegrated: and that only parts of us are striving to love God, while other parts are continually striving to serve our own selfish desires.  In this state of disintegration, how is it possible to fulfill this command?

         The obvious answer (although not the solution) is to work towards reintegration: that is, to ordering all of the parts of us towards loving God.  The solution, which will help us to achieve this answer, is NOT to force those selfish parts to love God or to try to push them far enough below the surface that they no longer affect my choices.  This solution only exaggerates the disintegration, even though it may, for a time, appear to eliminate the selfish behaviors that turn us away from God.

         The solution, rather, is to acknowledge and accept those parts of us that appear to resist loving God wholly.  For example, perhaps you find yourself very resistant to make time for prayer each day.  Even though you may have set a time for prayer, whenever that time arrives, a part of you starts making all sorts of excuses for why you don’t have time for prayer or it leads you to any number of distractions that take you away from your prayer time.  Sound familiar?  Then, to correct this, what do you say?  “I just need to force myself to go to prayer and ignore the distractions.”  How often does that work?  Sometimes, it does.  Most times, however, it doesn’t.  That’s because the solution is either to force those parts to conform or to push the desires of those parts below the surface.  In other words, the solution is greater disintegration, which is no solution at all.

         Instead of the disintegrating solution, what if we became curious about our experience and tried to understand why there are parts of us that resist going to prayer and so constantly drive us away from it (either into more busyness or to distractions)?  In other words, when the daily time for prayer comes and we begin to feel resistance to it, what if we stopped to ask ourselves, “Why am I resisting this?”  Maybe it’s something as simple as, “I’m really tired and I don’t have the energy to do it”.  Or maybe it’s something like, “I’m not sure how to pray by myself and so I’m afraid to do it wrong”.  Still maybe it’s something like, “I’m mad at God right now and so I can’t pray”.  Whatever the answer is, when we become curious about the reasons for our resistance, we open ourselves both to acknowledge and to accept the parts of us that are resistant to loving God wholly, which is the first step towards integrating those parts with the whole so that we can love God with our whole selves.

         If you’re tired, go sit apart during your prayer time and simply rest.  If you aren’t sure how to pray, use your prayer time to read a book or listen to a podcast on prayer to help increase your ability to pray.  If you’re mad at God because of something, use your prayer time to express your anger towards God.  When we respond sympathetically to the parts of us that resist prayer, they feel like they have a “place at table” and, in the future, will be more ready to cooperate with the whole of you: thus, leading to greater integration of your self, which then allows you to fulfill more completely the command to love God wholly.  And the most beautiful piece of it all is that, when we give these parts a “place at the table”, we discover that God is right there, too, ready to help us in this work of integration.

         Friends, Jesus teaches us the ideal that unlocks the secret of happiness for our lives: to love God wholly, that is, with our whole selves.  This truth can create discouragement for us when we realize just how disintegrated we are.  Yet, if we begin there—that is, acknowledging the truth about ourselves—then we can begin the work of integrating our parts: a work so important to God that he offers abundant grace to accomplish it.

         Perhaps we’re discouraged even now, as we gather here around this altar, thinking that we are too disintegrated to worship God in this Mass.  If so, do not be afraid.  God is ready to receive us and our worship no matter how disintegrated we are.  Rather, let us confidently approach this throne of grace and receive mercy.  For when we do, we will walk away from here mysteriously more whole than when we arrived, and therefore strengthened to love him and our neighbor more wholly in our lives.

Given in Spanish at St. Joseph Parish: Rochester, IN – November 3rd, 2024

Para amar a Dios con todo nuestro ser, debemos ser integrados

 Homilía: 31º Domingo en el Tiempo Ordinario – Ciclo B

         Hace más de 20 años, cuando todavía era un joven adulto, me encontré en un momento difícil, personalmente. Esto fue mucho antes de que discerniera el sacerdocio y entrara al seminario. Una relación de largo plazo que tenía con una joven mujer había terminado… mal. Yo estaba muy insatisfecho con la carrera que había elegido. Y yo estaba viviendo aquí en Indiana, donde, en ese momento, tenía pocos amigos y ninguna familia. Estaba estancado, porque mi comprensión de la vida era que tenía que elegir cómo vivirla y sentía que todas mis decisiones hasta ese momento habían sido malas.

         Así que decidí empezar de nuevo. Estaba seguro de que las lecciones que había aprendido a través de mis decisiones hasta el momento me ayudarían a elegir mejor para mi vida en el futuro. Sin embargo, esto resultó ser más difícil de lo que pensaba. Con cada opción tentadora que se presentaba, había una voz en mi cabeza que decía: “¿Cómo puedes estar seguro de que esto resultará mejor que lo que ya había elegido?”. Seguía estancada.

         No fue hasta que participé en una misión parroquial que descubrí la salida. El sacerdote que predicaba la misión enseñó y recalcó la importancia de preguntar a Dios cuál es su voluntad para nuestras vidas y luego esforzarnos por seguirla. Fue en ese momento que reconocí (de hecho, sentí que descubrí) la verdad de la vocación: es decir, que nuestras vidas se volverán plenas y satisfactorias no cuando elijamos hacer lo que más deseamos hacer en el mundo, sino más bien cuando experimentemos un llamado desde fuera de nosotros mismos para movernos en una dirección particular y hacer una cosa particular. En ese momento no tenía idea de cuál podría ser esa dirección o cosa. Sin embargo, abracé la verdad como si hubiera desvelado para mí un gran secreto para la felicidad.

         Al reflexionar sobre ese momento de mi vida, veo en mí mucho del escriba del Evangelio de hoy. Se acerca a Jesús y, tras haber oído cómo Jesús respondía astutamente a las preguntas de los demás, decide hacerle una pregunta fundamental: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?”. Como hemos escuchado, Jesús responde nombrando el mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas. El escriba, al oír su respuesta, se confirmó en su propia convicción y, por tanto, afirma lo que Jesús dijo. Jesús, entonces, afirma al escriba por su comprensión y, con una audacia que sólo alguien con autoridad divina podría hacer, declara que el “reino de Dios” “no está lejos” de él. En otras palabras, Jesús declara que este hombre, al demostrar su comprensión sincera de los mandamientos de Dios, está bien encaminado hacia la felicidad que su corazón busca. Me imagino que el escriba sentía la misma satisfacción que yo cuando “descubrí” que encontrar la felicidad en la vida consiste en encontrar y seguir una vocación—un llamado de Dios—en lugar de esforzarme por forjar por mi cuenta un camino de felicidad. ///

         Todos nosotros aquí creemos en Dios en un nivel u otro. Y todos nosotros, al menos implícitamente, creemos en Jesús cuando nos enseña que “el primer mandamiento es éste: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. Lo que quiero decir con esto es lo siguiente: todos podemos escuchar estas palabras hoy y decirnos a nosotros mismos: “Sí, eso es verdad. Este es el ideal por el que debería esforzarme”. Sin embargo, mientras las escuchamos, tal vez surja una pequeña voz que diga: “Guau. Estoy muy lejos de hacer eso”.

         Así, descubrimos el gran desafío de este mandamiento: Dios nos manda que lo amemos con todo nuestro ser (corazón, alma, mente y fuerzas). Sin embargo, cuando nos examinamos a nosotros mismos, descubrimos que estamos muy desintegrados: que sólo algunas partes de nosotros se esfuerzan por amar a Dios, mientras que otras se esfuerzan continuamente por servir a nuestros propios deseos egoístas. En este estado de desintegración, ¿cómo es posible cumplir este mandamiento?

         La respuesta obvia (aunque no la solución) es trabajar hacia la reintegración: es decir, ordenar todas las partes de nuestro ser para amar a Dios. La solución, que nos ayudará a lograr esta respuesta, NO es forzar esas partes egoístas a amar a Dios o tratar de empujarlas lo suficientemente bajo la superficie para que ya no afecten mis decisiones. Esta solución sólo exagera la desintegración, aunque por un tiempo parezca eliminar las conductas egoístas que nos alejan de Dios.

         La solución, más bien, es reconocer y aceptar aquellas partes de nosotros que parecen resistirse a amar a Dios por completo. Por ejemplo, tal vez te encuentres muy resistente a reservar tiempo para la oración todos los días. Aunque hayas fijado un tiempo para la oración, cuando llega ese momento, una parte de ti empieza a inventar todo tipo de excusas para no tener tiempo para la oración o te lleva a cualquier cantidad de distracciones que te alejan de tu tiempo de oración. ¿Te suena familiar? Entonces, para corregir esto, ¿qué dices? “Solo necesito obligarme a ir a orar e ignorar las distracciones”. ¿Con qué frecuencia funciona eso? A veces sí. Sin embargo, la mayoría de las veces no. Esto se debe a que la solución es o bien obligar a esas partes a adaptarse o bien reprimir los deseos de esas partes. En otras palabras, la solución es una mayor desintegración, que no es ninguna solución.

         En lugar de la solución desintegradora, ¿qué pasaría si sintiéramos curiosidad por nuestra experiencia y tratáramos de entender por qué hay partes de nosotros que se resisten a ir a la oración y que constantemente nos alejan de ella (ya sea para llevarnos a más ocupaciones o a distracciones)? En otras palabras, cuando llega el momento diario de la oración y empezamos a sentir resistencia, ¿qué pasaría si nos detuviéramos a preguntarnos: “¿Por qué me estoy resistiendo a esto?”. Tal vez sea algo tan simple como: “Estoy muy cansado y no tengo energía para hacerlo”. O tal vez sea algo como: “No estoy seguro de cómo orar solo y por eso tengo miedo de hacerlo mal”. Aún así, tal vez sea algo como: “Estoy enojado con Dios en este momento y por eso no puedo orar”. Cualquiera que sea la respuesta, cuando sentimos curiosidad por las razones de nuestra resistencia, nos abrimos tanto a reconocer como a aceptar las partes de nosotros que se resisten a amar a Dios por completo, que es el primer paso para integrar esas partes con el todo para que podamos amar a Dios con todo nuestro ser.

         Si estás cansado, siéntate aparte durante tu tiempo de oración y simplemente descansa. Si no estás seguro de cómo orar, usa tu tiempo de oración para leer un libro o escuchar un podcast sobre la oración para ayudar a aumentar tu capacidad de orar. Si estás enojado con Dios por algo, usa tu tiempo de oración para expresar tu enojo hacia Dios. Cuando respondemos con simpatía a las partes de nosotros que se resisten a la oración, ellas sienten que tienen un “lugar en la mesa” y, en el futuro, estarán más dispuestas a cooperar con todo tu ser: así, conduce a una mayor integración de tu ser, lo que luego te permite cumplir más completamente el mandato de amar a Dios por completo. Y lo más hermoso de todo es que, cuando les damos a estas partes un “lugar en la mesa”, descubrimos que Dios también está allí, listo para ayudarnos en esta obra de integración.

         Hermanos, Jesús nos enseña el ideal que nos revela el secreto de la felicidad en nuestra vida: amar a Dios por completo, es decir, con todo nuestro ser. Esta verdad puede desanimarnos cuando nos damos cuenta de lo desintegrados que estamos. Sin embargo, si empezamos por ahí, es decir, reconociendo la verdad sobre nosotros mismos, entonces podemos empezar la tarea de integrar nuestras partes: una tarea tan importante para Dios que nos ofrece abundante gracia para llevarla a cabo.

         Tal vez estemos desanimados incluso ahora, mientras nos reunimos aquí alrededor de este altar, pensando que estamos demasiado desintegrados para adorar a Dios en esta Misa. Si es así, no tengamos miedo. Dios está listo para recibirnos a nosotros y a nuestra adoración sin importar cuán desintegrados estemos. Más bien, acerquémonos con confianza a este trono de gracia y recibamos misericordia. Porque cuando lo hagamos, nos iremos de aquí misteriosamente más completos que cuando llegamos y, por lo tanto, fortalecidos para amarlo a Él y a nuestro prójimo más plenamente en nuestras vidas.

Dado en la parroquia de San Jose: Rochester, IN – 3 de noviembre, 2024

Sunday, October 20, 2024

El sufrimiento para un bien mayor

 Homilía: 29º Domingo en el Tiempo Ordinario – Ciclo B

         Hermanos, al reflexionar sobre las lecturas de hoy, no pude escapar de la inquietante primera línea de nuestra primera lectura: "El Señor quiso triturar a su siervo con el sufrimiento". Aquellos de nosotros que han vivido por algún tiempo—y que, por lo tanto, han escuchado esta lectura muchas veces—pueden escuchar esta lectura y no pensar mucho en la primera línea. Pero tomemos un momento para dejarlo ahí frente a nosotros: "El Señor quiso triturar a su siervo con el sufrimiento".

         Los que somos padres entienden que, a veces, hay que dejar sufrir a los hijos para poder enseñarles ciertas lecciones. A menudo, es una lección sobre el “dar y recibir” del mundo. "No, no puedes tener esa cosa porque tu hermano / hermana necesita esta otra cosa" es un ejemplo. Por supuesto, también es necesario infligir un castigo por las malas acciones para enseñar a los niños cómo actuar correctamente en el mundo. En otras palabras, “triturar a los niños con el sufrimiento” es una parte necesaria de la crianza de los hijos: tanto por el bien de los niños como por el bien de la sociedad.

         Sin embargo, ¿quieren los padres “triturar a los niños con el sufrimiento”? La mayoría, creo, diría "no". De hecho, la mayoría de los padres dirían que disciplinar a sus hijos o negarles algo que quieren es probablemente la parte más desagradable de la crianza de los hijos. Entonces, ¿por qué Dios inspiraría al profeta Isaías a decir que "quiso triturar a su siervo con el sufrimiento"? Exploremos un poco aquí esta pregunta. ///

         Primero, déjeme decirles que no parece haber una respuesta definitiva a esta pregunta. Por lo tanto, es probable que nuestra exploración no produzca un alivio perfecto para nuestra inquietud, pero debería proporcionar algo de alivio. Sin embargo, quizás podamos comenzar por nombrar la fuente de nuestra inquietud. El problema subyacente a este problema es el problema del sufrimiento. Como seres humanos, reconocemos que el sufrimiento es algo que no debería suceder. Seamos conscientes de ello o no, reconocemos que nuestra naturaleza humana no está destinada al sufrimiento. Por lo tanto, nos rebelamos contra el sufrimiento en la mayoría de las formas porque lo reconocemos como un ataque a nuestra naturaleza y, por lo tanto, una amenaza para nuestro florecimiento humano.

         El hecho de que haya sufrimiento en el mundo nos plantea importantes preguntas: "¿Qué significa esto sobre la bondad del mundo?" Y para nosotros que somos cristianos, "¿Qué significa esto acerca de la bondad de Dios?" "¿Es el mundo realmente bueno si hay sufrimiento?" "Si Dios causa sufrimiento (o simplemente permite que suceda), ¿es realmente bueno?" "Si Dios quiso nuestro sufrimiento, ¿significa esto no solo que no es bueno, pero malo?" Estas son preguntas fundamentales, y creo que podemos encontrar una respuesta (aunque no necesariamente la respuesta) si observamos el papel del sufrimiento en nuestras vidas. ///

         Aunque nuestra primera reacción ante la idea del sufrimiento es que es malo y debe evitarse, no deberíamos pensar demasiado para reconocer que hay muchas maneras en que el sufrimiento produce el bien. Ya he mencionado que la imposición de sufrimiento a los niños para disciplinarlos o enseñarles a vivir en armonía con los demás en la sociedad es algo bueno (incluso si no es deseable para ninguno de los involucrados). La fisioterapia es otro caso en el que el sufrimiento, aunque no es un bien en sí mismo, se convierte en un bien con el propósito de restaurar el pleno funcionamiento del cuerpo de una persona. El entrenamiento por la excelencia en el deporte (o el ejercicio, en general) es otra forma en la que elegimos sufrir por un bien mayor. (De hecho, aquellos que entrenan y hacen ejercicio dicen frecuentemente que su entrenamiento / ejercicio es deseable cuando comienzan a lograr cosas que antes pensaban que eran imposibles de lograr).

         Aquí, quizás, hemos "tropezado" con una respuesta a nuestro dilema: si es posible querer el sufrimiento que tiene como objeto un bien mayor, entonces puede ser posible comprender cómo Dios "quiso triturar a su siervo con el sufrimiento”.

         Tomemos, por ejemplo, el entrenador que, viendo el potencial de grandeza en uno de sus jugadores, pero también una gran falta de disciplina, empuja a ese jugador más fuerte que a cualquier otro jugador. El entrenador, al ver que el jugador desarrolla la disciplina necesaria, ve también que el jugador desarrolla su habilidad. De esta forma, el entrenador “quiso triturar al jugador con el sufrimiento” porque el resultado (tanto para el jugador como para el equipo) es algo mayor. En otras palabras, el entrenador no quiso el sufrimiento en sí mismo, sino el resultado del sufrimiento, que es un bien mayor.

         Al leer el resto del pasaje de Isaías, vemos que este parece ser el caso de Dios y su siervo. El profeta dice que, “El Señor quiso triturar a su siervo con el sufrimiento” porque “con sus sufrimientos justificará mi siervo a muchos” y “verá la luz y se saciará”. Dios quiso el sufrimiento de su siervo por el bien mayor que producirá, tanto para el siervo como para muchos otros. Bajo esta luz, encuentro que mi inquietud en esa primera línea se alivia. Dios no es caprichoso (o, peor aún, malicioso), sino bueno y que obra para el bien, aunque eso signifique causar / permitir sufrimiento para lograr ese bien: tanto para el que sufre como para los demás.

         A través de la profecía de Isaías, Dios reveló no solo la manera en que la humanidad sería redimida (es decir, por un siervo escogido que "entregue su vida como expiación"), sino también lo que todos sus siervos que vienen después del redentor tendrá que hacer para lograr su reino. En la lectura del Evangelio, vemos que los apóstoles Santiago y Juan todavía tienen una idea errónea de la realeza mundana de Jesús. Parece que ellos han olvidado estos versículos del capítulo cincuenta y tres de Isaías y esperan que Jesús ascienda a un trono en Jerusalén y gobierne el mundo de una manera mundana. Por lo tanto, piden audazmente que se les prometa los dos asientos más influyentes en su reino: sentarse uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús, en su fuerte respuesta, les instruye indirectamente (y al resto de los apóstoles) a recordar las palabras del profeta Isaías: que los que serán prominentes en el reino de Dios son los que sufren por el bien de los demás; aquellos que, en un sentido real, dan sus vidas por la redención de todos.

         Con el tiempo, veremos que Santiago, Juan y los otros apóstoles lo entienden. Después de la resurrección y ascensión de Jesús al cielo—y después de que fueron llenos del Espíritu Santo en Pentecostés—los apóstoles sufrieron mucho por el bien de los demás y dieron sus vidas por la redención de muchos. Así, nos demostraron una gran verdad cósmica: que cuando salimos al mundo, tanto en el nombre como en el poder de nuestro Señor, estamos llamados a encontrar y recibir el sufrimiento que nos llega, según el modelo de Jesús, para hacer surgir el bien del reino de Dios. El objetivo de sufrir de esta manera no solo es probar nuestro amor y lealtad a Dios (aunque ese será el resultado), sino también absorber el mal del mundo, para que el reino de amor, justicia y paz de Dios pueda manifestarse más plenamente; y para que cada vez más hombres y mujeres se vuelvan al Señor y se unan a él. ///

         Hermanos míos, es cierto que el mundo se ha convertido en un lugar muy hostil para aquellos que se esfuerzan por seguir a Cristo. También es cierto que Dios nos ha llamado a aceptar el sufrimiento que inevitablemente viene cuando nos esforzamos por vivir según el modelo de nuestro Señor para "filtrar" el mal del mundo y así manifestar el reino de Dios. Dios no quiere nuestros sufrimientos como tales. Más bien, se deleita en ver los buenos frutos que producen nuestros sufrimientos: sabiendo que nuestra paciente resiliencia se manifestará el bien, tanto para nosotros como para muchos otros.

         Por lo tanto, no debemos tener miedo de exponernos a estos sufrimientos, viviendo vidas de humilde servicio a los demás y hablando con valentía a los demás sobre el amor y la misericordia de Dios. Sin miedo, porque se nos ha dado la fuerza espiritual para soportar estos sufrimientos: el Espíritu Santo, que habita en nosotros y que nos da sabiduría y coraje, y nuestro Señor Jesús, que nos alimenta para la fortaleza, alimentándonos con su Cuerpo y su Sangre, y que nos anima con su presencia en el Santísimo Sacramento.

         Que el sacrificio de acción de gracias que ofrecemos hoy aquí al clausurar este Congreso agrade a Dios y nos llene a nosotros—y a nuestras familias—con el gozo del reino de Dios venido.

Dado en el 4º Congreso de la Familia Hispana de la Diócesis de Lafayette-en-Indiana: en la parroquia de Nuestra Señora del Carmen: Carmel, IN

19 de octubre, 2024

Dado en la parroquia de San Jose: Rochester, IN – 20 de octubre, 2024

Suffering for a greater good

 Homily: 29th Sunday in Ordinary Time – Cycle B

         Friends, as I reflected on the readings for today, I couldn’t escape the disturbing first line of our first reading: “The Lord was pleased to crush him in infirmity.”  Those of us who have been around long enough—and who, thus, have heard this reading many times—may hear this reading and not think much of that first line.  But let’s take a moment to let it sit there in front of us: “The Lord was pleased to crush him in infirmity.”

         Those of us who are parents understand that, at times, you have to let your children suffer in order to teach them certain lessons.  Often, it’s a lesson about the give-and-take of the world.  “No, you can’t have that thing because your brother/sister needs this other thing” is one example.  Of course, inflicting punishment for wrongdoing is also necessary to teach children how to act properly in the world.  In other words, to “crush children in infirmity” is a necessary part of parenting: both for the good of the children and the good of society.

         Do parents take pleasure to “crush their children in infirmity”, however?  Most, I think, would say “no”.  In fact, most parents would say that disciplining their children or denying their children something that they want is probably the most unpleasant part of parenting.  So why would God inspire the prophet Isaiah to say that he “was pleased to crush his servant in infirmity”?  Let’s explore this question a little here.

         First, let me say that there doesn’t seem to be a definitive answer to this question.  Thus, our exploration likely won’t yield a perfect relief to our discomfort, but it should provide some relief.  Perhaps we can begin, however, by naming the source of our discomfort.  The problem underneath this problem is the problem of suffering.  As humans, we recognize that suffering is something that shouldn’t happen.  Whether we are conscious of it or not, we recognize that our human nature is not meant for suffering.  Thus, we rebel against suffering in most forms because we recognize it as an attack on our nature and so a threat to our human flourishing.

         The fact that there is suffering in the world presents us with important questions: “What does this mean about the goodness of the world?”  And for us who are Christian, “What does this mean about the goodness of God?”  “Is the world really good if suffering is in it?”  “If God causes suffering (or simply allows it to happen), is he really good?”  “If God takes pleasure in our suffering, does this mean not only that he is not good, but rather evil?”  These are fundamental questions, and I think that we can find an answer (even if not, necessarily, the answer) if we look at the role of suffering in our lives.

         Although our first reaction to the idea of suffering is that it is bad and should be avoided, we shouldn’t need to think too hard to recognize that there are many ways in which suffering produces good.  I’ve already mentioned that the imposition of suffering on children in order to discipline them or to teach them how to live in harmony with others in society is a good thing (even if it is not pleasurable for anyone involved).  Physical therapy is another instance in which suffering, although not a good in itself, is converted into a good for the purpose of restoring the full-functioning of a person’s body.  Training for excellence in sports (or exercise, in general) is another way in which we choose to suffer for a greater good.  (In fact, those who train and exercise, often say that their training/exercise is pleasurable as they begin to achieve things that they previously thought were impossible to achieve.)

         Here, perhaps, we’ve “stumbled” upon an answer to our dilemma: if it is possible to find pleasure in suffering that has, as its object, a greater good, then it may be possible to understand how God “was pleased to crush his servant in infirmity”.

         Take, for example, the coach who, seeing the potential for greatness in one of his players, yet also a great lack of discipline, pushes that player harder than any of the other players.  The coach, in seeing the player develop the necessary discipline, sees also the player develop in ability.  Thus, the coach is “pleased to crush the player in infirmity” because the outcome (both for the player and the team) is something greater.  In other words, the coach doesn’t take pleasure in the suffering, itself, but rather in the outcome of the suffering, which is a greater good.

         As we read the rest of the passage from Isaiah, we see that this seems to be the case for God and his servant.  The prophet says that, “The Lord was pleased to crush him in infirmity” because “through his suffering, his servant shall justify many” and “he shall see the light in fullness of days”.  God takes pleasure in the suffering of his servant because of the greater good that it will produce, both for the servant and for many others.  In this light, I find that my discomfort in that first line is relieved.  God is not capricious (or, worse, malicious), but rather good and one who works for good, even though that means causing/allowing suffering in order to bring about that good: both for the one who suffers and for others.

         Through Isaiah’s prophesy, God revealed not only the manner by which mankind would be redeemed (that is, by a chosen servant who “gives his life as an offering for sin”), but also that which all of his servants who come after the redeemer will have to do to bring about his kingdom.  In the Gospel reading, we see that the apostles James and John still have a faulty idea of Jesus’ worldly kingship.  They, it seems, have forgotten these verses from the fifty-third chapter of Isaiah and expect that Jesus is going to ascend to a throne in Jerusalem and rule over the world in a worldly way.  Thus, they boldly ask to be promised the two most influential seats in his kingdom: to sit one at his right and the other at his left.  Jesus, in his strong response, indirectly instructs them (and the rest of the apostles) to remember the words of the prophet Isaiah: that the ones who will be prominent in the kingdom of God are those who suffer for the good of others; those who, in a real sense, give their lives as a ransom for many.

         Eventually we will see that James, John, and the other apostles do “get it”.  After Jesus’ resurrection and ascension into heaven—and after they were filled with the Holy Spirit at Pentecost—the apostles each suffered greatly for the good of others and gave their lives as a ransom for many.  Thus, they demonstrated for us a great cosmic truth: that when we go out into the world, both in the name of and in the power of our Lord, we are called to encounter and receive the suffering that comes to us, after the model of Jesus, in order to bring forth the good of God’s kingdom.  The goal of suffering in this way is not only to prove our love and loyalty to God (though that will be a result), but also to absorb evil out of the world, so that God’s kingdom of love, justice, and peace can manifest itself more fully; and so that more and more men and women can be turned to the Lord and be united to him.

         Friends, it is true that the world has become a very hostile place to those who strive to follow Christ.  It is also true that God has called us to accept the suffering that inevitably comes as we strive to live after our Lord’s model so as to “filter” evil from the world and thus manifest God’s kingdom.  God does not take pleasure in our sufferings as such.  Rather, he delights in seeing the good fruits that our sufferings produce: knowing that our patient endurance will manifest good both for us and for many others.

         Therefore, we should not be afraid to expose ourselves to these sufferings by living lives of humble service to others and by speaking boldly to others about God’s love and mercy.  Fearless, because the spiritual strength to endure these sufferings has been given to us: the Holy Spirit, who dwells within us and who gives us wisdom and courage, and our Lord Jesus, who nourishes us for strength by feeding us with his Body and Blood and encourages us with his presence in the Blessed Sacrament.

         May the sacrifice of thanksgiving that we offer here today as we close this Congress please God and fill us—and our families—with the joy of God’s kingdom come.

Given in Spanish at the 4th Hispanic Family Congress of the Diocese of Lafayette-in-Indiana: Our Lady of Mt. Carmel Parish: Carmel, IN

October 19th, 2024